Estaré atento por si tienes algo que quieras comentar.
...poner en marcha nuevos proyectos laborales y nuevas conciencias políticas. Y ellos se quedaron solos, sin saber cómo vender su artesanía a unos turistas que no pasarían por su pueblo, ni de dónde saldrían los médicos para el modesto hospital que ellos mismos construyeron, desorientados entre tantas ideas y cambios en su vida.
Si algo sobresale en los dirigentes es su astucia para aprovechar las oportunidades. De nuevo les ofrecieron empleo en las fábricas, con la mitad del salario y dos horas diarias más de trabajo. Aceptaron, aunque con la mirada fija, ahora que conocían su existencia, en Estados Unidos, el país del que les habían hablado los voluntarios.
Margarita fue arrastrada al viaje por la apostura de su novio, no por sus argumentos. El joven había decidido ir al paraíso y a ella se le escaparía la vida sin él. A los quince años te ofreces entera a quien te enamora.
A pesar de su aparente resistencia física, el novio demostró su debilidad en la travesía. No soportó beber los orines una vez terminada el agua, ni el sudor empapando su cuerpo por el día ni el frío haciendo rechinar los dientes por la noche. Murió en el camino y fue enterrado en el desierto sin una minúscula flor. Margarita lo vio dentro de un túmulo de arena que el viento llevaba hacia ella en un último adiós.
De las veinte personas que viajaron juntas, solo tres sobrevivieron y, por una broma del destino, fueron las tres más débiles, esas que hicieron llorar a las vecinas en lo que creían que sería su despedida definitiva. Aunque desfallecidos, una vez alcanzada la tierra prometida tuvieron fuerzas para escalar las rocas en un lugar donde, por lo escarpado del terreno, la vigilancia era difícil. A cien metros de ellos, otra expedición era apresada por la policía. Los que la formaban serían realojados en Guantánamo, a la espera de la repatriación a su país de origen.
Algo se quebró en la cabeza de Margarita por la travesía, o por la pérdida de su novio. Comenzó a ver ánimas que, al acompañarla, la aterrorizaban. Sus dos compañeros de viaje, con un instinto de supervivencia, se perdieron por el camino, dejándola sola.
Vagó sin rumbo, comiendo lo que la Naturaleza le ofrecía, bebiendo el agua de los arroyos y durmiendo al raso en un verano en el que la temperatura se mostró benévola. Cruzó pueblos pequeños, ciudades enormes y preciosos campos. A veces a pie, a veces de paquete en una motocicleta cuyo dueño había tenido a bien llevarla unos cuantos kilómetros o transportada en la cabina de un camión algunos más. Para ella era una sorpresa cada parte del camino. Las casas blancas con un pequeño jardín, las iglesias con sus altas y picudas torres, las viñas en la lejanía y el cielo despejado le parecieron el comienzo de un sueño.
Trabajó eventualmente; durmió, cuando el frío arreciaba, en albergues de vagabundos; fue violada siete veces y apaleada cinco, pero supo esconderse de la policía y acostumbrarse a las ánimas que ahora la acompañaban más como amigas que como tétricas apariciones.
Sin un nombre obsesivamente metido en su cerebro se hubiera quedado en cualquiera de los parajes que anduvo: a los pies de una montaña, oliendo a hierba mientras pájaros y mariposas volaban sin miedo a ras de suelo; o en el pueblecito cercano al primer motel de carretera por el que pasó, cuyas calles eran un ir y venir de gente hablando su idioma y se olía a cerdo con miel, no a gasolina; o en la primera gran ciudad que atravesó, llena de hombres y mujeres parados en los semáforos, esperando su turno, como en una parada militar sin sentido, para cruzar las calles; donde los ruidos de claxon ponían prisa en las ruedas y urgencia en los pies. En cualquiera de ellos pudo haberse quedado si no hubiera sabido que su destino era Nueva York, el nombre que acompañaba a las enseñanzas de los voluntarios, un año antes. La ciudad donde todo es posible.
Después de seis meses llegó a la ciudad soñada. Conoció en un parque a una pareja de intelectuales, les contó su historia e, impresionados, la tomaron como criada. La noticia se extendió entre los amigos de la pareja que, impacientes por conocer a tan obstinada superviviente, acudieron sin tardanza a las fiestas y cenas que sus protectores organizaron para presentarla en sociedad; en su sociedad.
A las pocas semanas, las ánimas —acostumbradas al cielo abierto y a grandes horizontes— comenzaron a incomodarse por esa reclusión forzosa en un recinto cerrado de ciento cincuenta metros cuadrados y, al revolverse, salíeron enfadadísimas, haciendo chillar a Margarita en plena noche. La pareja decidió llevarla a un psiquiatra, lo que a sus amigos les pareció un gesto generoso, digno de ellos. El doctor le recetó un ansiolítico, y Margarita pensó que quizá la ayudase a que las ánimas dejaran de molestarla. Pero no fue así. El medicamento, quizá por la falta de costumbre, hizo perder la paciencia a las apariciones, que se asomaron cada vez con mayor frecuencia y agresividad. Hasta que un día salieron en tropel, sin la compostura necesaria en una cena con diez invitados hablando de arte, política y emigración. No pudieron hacer otra cosa que echarla a la calle, con cien dólares, su bolsa de viaje y la mirada del portero diciéndoles: “¡Ya lo sabía!”.
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