El agua resbalando por su piel desnuda. Su madre fue la iniciadora de ese rito que todos los sábados llevaba a cabo, después de una larga y frustrante semana.
¡Cómo no recordar! Niño al fin, los domingos lo bañaba en pleno patio, como a las doce o un poco más; una palangana servía como tina. Los minutos así se detenían ociosos ante el espectáculo de huesos cortos y un pene infantil.
El agua cayendo por todas partes, mojando los cabellos, arrugando las palmas y las plantas. Parecía sentirse un pez cautivo. Un gran pescado servido a los rayos de los días domingos.
De su madre fue el único recuerdo que guardó: en esas tardes húmedas. Las otras cosas, aquellas que amargan su vida, de su memoria quedaron olvidadas.
El tiempo, peremne como toda evocación del ayer, transcurrió en cada cerrar y abrir de los nuevos días.
Ahora, adulto, repetía ese rito líquido, ya no los domingos, ya no en la hora segunda, sino como Nuevo Testamento. Los sábados de cada semana, en la hora sexta, siempre encerrado, siempre confinado entre cuatro paredes y una sola puerta.
En una cubeta de metal echa agua, de pausadas nostalgias llena sus bordes, encima del fuego que todo purifica desinfecta los pecados contraídos con anticipación.
Cuando el vapor anuncia la inminencia de la ebullición de las propiedades, es cuando sigue la preparación final. Dispone una tina de plástico que en el mercado ha comprado, deposita agua, aclimata la temperatura a sus propios deseos. Experimenta la emoción que debió sentir el Bautista ante la presencia del Cristo, en aguas del Jordán.
Sin ropa ya, el contacto se multiplica, los humores recogidos en tantas andadas se reducen al momento que resbala el cristalino elemento. Afuera, la música de un vals dirige la orquesta invisible de partituras anómalas y sin sentido. No hay otro modo; no existe en el mundo manera y forma de que su cuerpo emerja limpio y sano después de una semana atestada de tropiezos, de sueños rotos, de sudores corporales que cruzan su ser. Peste y locura.
Decepción y tristeza hay en su mirada. Hace tiempo que murió la esperanza de nuevos tiempos. De nada le sirve pensar en lo que tuvo y perdió, de nada sirve añorar las habitaciones abiertas, las sonrisas risueñas de sus hijos, el amor de un momento en la intimidad.
Su esposa, hijos, hermanos, padres, amigos, compañeros, todo se había ido al agujero del caño, al terminar de vaciar las aguas sucias de la tina. La melodía, aún más rota que de costumbre, anuncia el vacio que arrebata el corazón abandonado, fase final de quien se siente abandonado en esa hora serena.
Cansado, se recuesta en la caliente arena fluida, descansa al fin de toda preocupación, temor, miedo. Fiel a su religión, se adentra en el océano de la incertidumbre; vestidos de hipocresía quedan arrumbados fuera de su mente y sus intenciones.
Una caricia, tierna y sensual, arroba su pecho; cierra los ojos, se abandona a su misterio.
Ahora el agua enjabonada le llega al cuello. Su inconsciencia es más evidente que nunca. Borbotes ahora traga. Boca, nariz, ojos, oídos, se anegan como cuando se rompe el dique que divide la tierra seca, donde andamos, de los canales malolientes de aguas turbias. Él ya no ve mas; no hay túneles con luces brillantes, no hay voces que repitan su nombre, no hay nada. Ni Dios ni nada descrito por aquellos charlatanes místicos; a lo mucho, la música que, como murmullo, acalla el sufrimiento de los muertos.
Ya es otro día. ¿Suicidio? ¿Accidente? ¿U homicidio? Son las interrogantes que un viejo detective se hace. Solo se cortan cuando le ordenan extraer el cuerpo, secarlo y mandarlo al Semefo. Al menos este muerto no hiede como los demás que se amontonan en busca del último refugio. Limpio por fuera, limpio por dentro, espera sin que nadie venga. Porque dejó de ser.
Fin
mario a.