Estos últimos años han sido tranquilos. Tranquilos pero no felices. Ingresamos a mi madre en una residencia con el pretexto de que mi hermano y yo teníamos que trabajar y no podíamos cuidarla.
Cuando ves que una parte de tu vida se acaba, una intenta ser feliz arreglando sus asuntos. No hay razón para pensar en la desgracia de los otros; es más, ni siquiera se piensa que existen otros fuera de ti.
Una llamada de Servicios Sociales me informó que mi madre estaba ingresada en el hospital Gregorio Marañón, podrido su cuerpo por un hipócrita cáncer que, en urgencias, se había revelado en forma de metástasis. Me dio el número de la habitación donde se encontraba y, con sorna, me instó a que llamara a mi hermano y, para hacer algo fuera de nuestra costumbre, la visitáramos. No contesté más que para agradecer la información y llamé a Tomás para, juntos, hacer una visita a mi madre.
Quedamos mi hermano y yo en una cafetería próxima al hospital. Un establecimiento moderno donde nuestra conversación podría ser ahogada por otras anónimas. Llegué primero y me acomodé en una de las pocas mesas vacías esperando su llegada. Mientras ocurría, me entretuve en desmenuzar fisonomías ajenas e inventar historias, acordes con ellas, en un intento de ocultar la mía que, como mi madre, comenzaba a despedirse. Cuando le vi llegar, dudé que ese hombre aviejado y torpe fuera Tomás. Me puse en pie y le di dos besos en la mejilla imitando el gesto de los que reciben a los visitantes en cualquier aeropuerto. No tuvo calidez el reencuentro teniendo en cuenta que hacía cuatro años que no nos veíamos, es más, dos besos hubieran sido demasiado fríos para el saludo de dos conocidos; inusual, molesto y fuera de lugar para dos hermanos a los que nada había separado porque nada los había unido anteriormente.
Que no estaba dispuesto a perder el tiempo lo supe pronto y, cuando yo estaba más enfrascada en detallar la enfermedad de mi madre, mi preocupación por ella y la conversación que mantuve, me fijé en que Tomás fumaba compulsivamente. Pensé que era la causa de su mala cara y peor humor y le comuniqué mis temores. Me corrigió. Todos estábamos a punto de la quiebra. La residencia de mamá, sus especiales cuidados y algunos malos negocios que parecían claros, se habían unido para nuestra desgracia. Mi madre no quería vender las tierras heredadas y, sin soluciones, el embargo de todo el patrimonio sería inmediato.
Al principio oí su monólogo con atención. Nadie hubiera podido decir que no me importaban sus preocupaciones pero, pasado el tiempo, cuando seguía con sus plañideros lamentos de hombre generoso arruinado, me aburrí. Fue cuando me fijé en la chica de al lado que, tan aburrida como yo, escuchaba al hombre sentado enfrente; cuando puse atención en el viejo gordo y serio de mi izquierda intentando conquistar a una anciana reidora, seductora y viva y cuando me interesé por el chaval que se restregaba los ojos aguantando como podía a una pesada madre y a sus pesadas amigas.
Recordé la obstinación de mi madre para que todos pertenecíamos a la misma familia aunque Tomás dejara siempre patente que se equivocaba. A un desconocido no le hubiera sido difícil detectarlo, menos probarlo, pero se le hacía imposible a mi madre.
A medida que aumentaban sus lamentaciones yo me fijaba en los de alrededor y en una mosca -la única superviviente al aire acondicionado- que, sin fuerzas, trepaba trabajosamente por la taza de la mesa de al lado.
Cuando la mosca alcanzaba el borde de la taza, vi a la sonriente anciana molesta por el galanteo del viejo gordo;
La mosca no hizo ningún ruido cuando cayó dentro de la taza. En ese momento el niño recibió una sonora bofetada de la madre por no divertirse con sus amigas y hacerlo por cuenta propia, cabalgando en su silla con un traca-traca exagerado e imitando el relinchar de un caballo a gritos.
Allí murió con un revoloteo pidiendo ayuda mientras la chica aburrida bostezaba. Nadie les hizo caso.
Pagué y salimos hacia el hospital. En el camino mi hermano no tuvo ni el detalle de preguntar por mi madre, seguía con su embargo y sus miserias. A mitad del trayecto ya ni le escuchaba. Cuando entramos en él, Tomás se sentó cerca de mi y sacó un paquete de chicle con la mismo ansiedad que antes inhalaba el humo de un cigarro. No intentó hablar conmigo, parecía muy preocupado por la quiebra o, puede ser, por aguantarse las ganas de fumar. Nunca nos dijimos gran cosa fuera de las formalidades y los comentarios sobre nuestros hijos, en esta ocasión ocurrió lo mismo.
Hojeé distraídamente una revista que estaba sobre la mesita del centro, la abrí al azar y, en la página derecha, un hombre con una sonrisa demasiado blanca para ser natural, me invitó a dejar el vicio de los pitillos. Era un publirreportaje de esos que, para parecer verosímiles, nos cuentan, en forma de entrevista, lo bien que se encuentra y lo feliz que es la persona de la fotografía al haber comprado tal o cual producto. Pensé que mi hermano debería leerlo, puede que así dejase de chasquear la lengua con el chicle. Mi mente no se concentraba en la lectura, se deslizaba por la imagen de mi madre, sola, en la mesa de operaciones, con las manos enguantadas del cirujano trajinando sus órganos.
Hubiera querido darle las caricias que le negué siempre, hablar con Tomás o tener un gesto cómplice con él que nos hiciera sentir hermanos. Nada de esto pasó, permanecí sentada, en silencio, leyendo una y otra vez las frases del hombre con la dentadura blanca que había dejado de fumar gracias a los parches Tabex. Era una escena irreal, en ese momento toda mi vida me pareció irreal.
Estaba yo ensimismada con estos pensamientos cuando nos llamaron por un altavoz. Familiares de Carmen Segura, a la puerta cinco, dijeron, y los dos titubeamos. En este hospital mi madre recobraba nombre y apellidos. Es curioso que para reconquistar su identidad tuviera que estar muriéndose. Nos levantamos y recorrimos, ante la atenta mirada de la abarrotada sala de espera, los diez metros que nos separaban de la noticia de su viaje al otro mundo o, con suerte, sólo de una etapa de su recorrido. Cien ojos nos siguieron en el camino, sin pudor.
Un médico joven e inexperto nos acomodó en unas sillas y lanzó la noticia escuetamente. Se lo agradecí. Odio los pormenores técnicos con los que otros, más avezados, camuflan la muerte. El bolígrafo revoloteaba de una mano a otra, su mirada se dirigía al reloj y al rincón para no colgarse de la nuestra y, ante el mal trago que su oficio le obligaba a vivir, me compadecí y le sonreí. Él me devolvió, aliviado, la sonrisa. No hubo más. "¿Cuánto tiempo le queda?", preguntó Tomás. "Poco, nunca se sabe, quizá tres meses", contestó. Hice cálculos, faltaban seis para la ejecución del embargo de los bienes familiares.
Cuando subimos a su habitación quedó patente lo que sufría. No fueron las máquinas conectadas a su cuerpo ni la sonda que arrastraba su cola por la cama como un escorpión diabólico; fue su actitud crispada por momentos, sus ojos vacíos de mirada y los brazos que no tuvieron fuerzas para una leve caricia. Aún en ese estado, se alegró de nuestra visita y preguntó por sus nietos. Noté que, con la pregunta, el dolor se la intensificaba. Tomás contestó que estaban bien. Yo le di detalles de mi hijo e inventé que se parecía a ella, que la nariz era idéntica y tenía su misma sonrisa. Sé que esto le gustó.
Apenas la reconocí en la cama. Tenía las mejillas hundidas, la piel amarillenta, estaba calva por la quimioterapia y dos surcos cerca del entrecejo rajaban su cara. Los ojos parecían haberse hecho más grandes y redondos, como si los hubiera abierto en un gesto de miedo o sorpresa, y los huesos de los brazos podían verse a través de la piel traslúcida. Vi como se había arrastrado por lo que la parecería inevitable, dejando que la muerte la llevase sin oponer resistencia, sin ganas de vencerla. La vi agotada.
Mientras la miraba, recordé que llevaba varios meses sin hablar con ella y me vino a la memoria las reuniones familiares en la casa del Escorial. Imaginé el cielo, claro y transparente, el viento silbando entre los árboles y la libertad que respirábamos en sus tierras en medio de un Madrid encorsetado. Recordé a mi madre cortando leña y haciendo sonar la campana, un almirez tamborileando una olla, con la que nos llamaba para la comida.
Aunque, en aquellos años, cada vez que se nos anunciaba la excursión a la casa poníamos gestos de fastidio y cara de aburrimiento, la verdad es que disfrutábamos allí, como si el aire barriese los pecados de nuestra familia. Fueron los únicos momentos en que nos uníamos como tal.
Cuando una enfermera entró para cambiar el suero y sustituir la bolsa de la sonda, yo hubiera querido esconder a mi madre bajo la cama para que la dejara en paz, pero lejos de demostrar lo que sentía, salí de la habitación con una ligera despedida, no sin antes haber hablado de lo bien que la encontraba y, bromeando, le recomendé que terminara pronto las vacaciones en el hospital, que todos la esperábamos fuera. Pero mis ojos debieron contarle la verdad y tuve la certeza de que se había dado cuenta de la gravedad de su estado. De pie, a su lado, yo también me había dado cuenta, sin necesidad de recordar las explicaciones del médico. Me despedí avergonzada, con un beso en la frente y dos más en la mano.
Los ojos de mi madre se dirigieron a la puerta, donde yo me paré por unos instantes, para ofrecerme un legado de amor en la mirada. "Adiós, hija", me dijo en un susurro y fui hasta mi casa conteniendo los sollozos. Me pesó no haberme acurrucado en su cuerpo mientras ella me acariciaría el cabello, no haber hecho más liviana su muerte cogiéndole la mano, no sacarle una risa para endulzar el momento final. Pero no por eso regresé y cuando mi marido me preguntó cómo estaba, la contestación de: "Muriendo", hizo que se rompiera mi interior y que mis sentimientos, allá donde estuvieran, se retorciesen de dolor. Mientras cenábamos obligaba a mis pensamientos a la ubicuidad —mitad en el hospital, mitad en el salón— y todo esto debió de ser patente para mi familia porque el niño dejó esa noche sus gritos, la televisión se apagó sin protestas, el silencio se hizo el rey de la casa y yo colgué mi cabeza sobre el hombro de mi marido.
A mi hermano Tomás lo borré de mi corazón, a mi madre la llevo prendida en la fotografía que, en un medallón, cuelga desde entonces de mi cuello.