Soy carne, soy espíritu, que se eleva al cielo… Las sombras de la noche, esas que se pegan a tu cuerpo esas que ocupan el lugar, del día, mujer de cien años tus ojos cansados, palabras que mitigan en silencio esa ausencia de todo entendimiento.
Yo simple espectador de una tragedia mayor, bajo la mirada y disimulo a distancia los efectos para bien tuyo, para bien mío.
Si pudieras darme, una señal, de tu existencia de tu presencia, de esa nostalgia, que carcome las pocas ilusiones. Y si en verdad, solo fuéramos sueños, meras ganas de joder al prójimo, ese pobre diablo sobreviviente de luchas, peleas estériles, que nunca vencerá, pues destinado está en perecerlas todas morir cada noche y renacer por las secas madrugadas.
Así las cosas, así la vida… En cuanto asome las cuencas, la muerte; bailemos, gocemos, bebamos. Por única vez seamos lo imaginado, los trozos de una historia compulsiva.
Olvidemos la sinrazón de las cosas, solo escuchemos el lamento de los niños perdidos, de la mujer ultrajada. Hombre y bestia sucumben por igual, sin cielo ni infierno; no recuerdos, no cielos plegados de nubecitas santurronas.
Cien años no son nada, dices al menesteroso, y este, no le importan tus voces Si solo vivió unas cuantas horas, lo demás es niebla en sus caminos ¡No! No pidas de mí, lo perdido, tesoros de niños extraviados, fortunas disipadas en juegos humanos, esos, de todo o nada Y el nada es nada y el todo perdida de conciencias y almas.
mario archundia
nov. 2017
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