Excelente, Eduardo. Los cuentos con perros te salen bordados.
Es un relato de contrastes. Todo parece tener dos lecturas, eso es muy interesante. El contraste principal durante la mayor parte del relato es entre la crueldad representada en Ayala y la bondad mansa, representada en Juano. Pero al final gira al contraste entre la compasión y el amor, y también entre los dos polos de la ambivalencia (a Teresa no le gusta que beba vino, pero éste acaba facilitando las cosas, por ejemplo). También contrastan la indolencia aburguesada (y civilizada) del jefe con la rabia de Ayala; y la legalidad de los agentes con la ilegalidad de los otros, los detenidos, de los que no se sabe nada pero se supone que trafican, o roban, o algo hacen como medio de vida. La prepotencia con el miedo...
Te he repasado las rayas y alguna coma, mírate el texto para comprobar. Y he subrayado lo que me ha sonado repetido demasiado cerca, por si quieres cambiar alguna palabra. Pones algunas palabras en mayúscula, que no corresponde, pero podrían dejarse (Jefe, Sargento) si lo que se quiere es resaltar la jerarquía.
¿Estás preparando una nueva colección de cuentos?
Felicidades. Un abrazo.
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Chucho es el perro mimado del cuartel, la única mascota que el jefe prefecto autorizó a vivir adentro. Cuando izan la bandera por las mañanas, se queda quieto a un lado de la formación, sin ladrar ni rascarse. Juano cree que por eso le gustó al jefe.
En cambio, el sargento Ayala odia al Chucho. Cuando se le acerca en el comedor, suele tirarle una patada que nunca acierta. Chucho lo esquiva mostrando los dientes. Ayala es un correntino huraño como una piedra. Come a solas, como engullendo. En el caserío en que se crió, perdido en la tierra rojiza y olvidada, había más perros que comida. Espantaron a los perros pero no al hambre. Ayala se fue de ahí con el estómago tan vacío como el de una piedra. Ahora es Sargento de Gendarmería, come a diario lo que toca y obedece lo que sea que mande el jefe.
El jefe nunca le ordena que se deshaga del Chucho a patadas o metiéndole una bala en el lomo. Ayala piensa que el jefe se ha puesto gordo, tiene la panza llena y el corazón blando. Ya no pone el cuerpo en los trabajos sucios. Solo atiende órdenes superiores por el teléfono. Termina diciendo "sí, mi superior", y cuelga. Después llama a Ayala para que reúna a su grupo de tareas y cumpla la orden asignada. "Ayala es acá el único de fierro para encarar los trabajos jodidos —piensa el jefe—. Cuando me retire le pasaré el puesto".
Ayala reúne a los suyos en el barracón. Esta noche salimos, dice, y todos asienten en silencio. Juano está al fondo, contra la pared. Calcula que tampoco esta vez será de la partida. Le basta con acariciarle la cabeza al Chucho y susurrarle “quieto Chucho, quieto” para que no enoje al sargento.
Ayala termina con las instrucciones de siempre. Ir sin documentos, licencia de conducir ni papeles. Ropa de calle y nada más. Llevar las armas reglamentarias.
Antes de que resto se ponga de pie, Ayala le apunta el índice a Juano y le dice:
—Usted también viene, Juano. Deje de pavear con el perro y atienda.
Juano se cuadra azorado y los demás ríen porque él es buenote pero medio zonzo. A Juano lo enorgullece que al fin lo tomen en cuenta y pregunta:
—¿Y adónde vamos, mi sargento?
—A Buenabrigo. Ciento veinte kilómetros.
—¡Si no es suerte, mi sargento! Ahí vive mi media hermana Eugenia; capaz puedo pasar a visitarla después de tanto tiempo.
—Eso lo hablamos después—lo corta el sargento.
Juano sale al patio de formación y se queda añorando la sonrisa limpia de la Eugenia, los pícaros hoyuelos de sus mejillas suaves y morenas. Al fin y al cabo, piensa, ella es solo mi media hermana; podríamos habernos arrejuntado y quedarnos a echar cría en Malabrigo.
Salieron antes de que anocheciera. Se bambolearon tres horas bajo la lona verde del camión, pasándose unas botellas de ginebra que alguno había colado en el bolso. Medio borrachos, vieron como el camión salía del pavimento cortito de Buenabrigo y tiraba para el campo por una calle terrosa con tres lámparas por cuadra. Juano se pasó todo el tiempo tratando de reconocer la casa en que había nacido. O algo que pudiera recordar de Malabrigo, veinte años después.
Ya casi salían al campo abierto cuando el camión se detuvo, apagó el motor y las luces.
—Abajo, gente —ordenó el cabo chofer.
Repartía las escopetas y las capuchas de lana verde caqui mientras bajaban. Soplaba un aire frío y silencioso. Olía a pastura y girasol dulzón. El cabo los alineó frente a una casita de paredes costrosas.
Un perro arrancó a ladrar atrás corriendo de un lado al otro del alambrado y alguien miraba por una ventana, delatado por el foco de la calle. El perro seguía ladrando, así que a Juano le dio por hablarle bajito. "Bueno, perro, bueno perrito, bueeeno, bueeeno…".
Ayala se bajó el último del camión. Enfocó la linterna hacia la figura de la ventana.
— ¡Cuerpo de seguridad! ¡A ver, vayan saliendo! ¡Y nada de hacerse los machos!
El de la ventana no se movía. Ayala dio unos pasos hasta el alambrado. Del otro lado el perro le ladraba furioso. Ayala lo enfocó con la linterna, metió el caño de la pistola por un rombo del alambrado y le desparramó la cabeza de un solo tiro.
Juano retrocedió hasta chocar contra el camión, mareado por la ginebra y el estallido seco de la pistola. Se apretó el estómago para no vomitar delante de los otros.
El de la ventana salió con las manos en la nuca. Ayala le puso el caño en la cabeza y gritó:
—¿Hay armas adentro?
El tipo dijo que no, mientras temblaba llorando.
—¡ Ché, Juano, agarrá la linterna! ¡Controlá que no estén calzados!
Los de adentro eran varios. Fueron saliendo desde el fondo, asustados y mudos. Juano les alumbraba las manos antes que la cara, por si acaso estuvieran armados y le reventaran los sesos a él.
La última de la fila era ella. Seguía a los otros a pasitos, como un cachorro recién adoptado. Al alumbrarle la cara, Juano rehuyó la mirada y la detuvo. Bajó la linterna para no verle más el rostro. Ella tenía una mancha carnosa y púrpura que le subía desde el lado izquierdo de la barbilla hasta la nariz. Sus labios eran mitad boca y mitad hocico repugnante.
Desde la calle, Ayala gritó si no había nadie más. Juano respiró hondo para tomar valor
—¿Cómo te llamás?
—Teresa.
—Bueno, Teresa, seguíme y no hablés nada más.
La condujo hasta el sargento.
—Don Ayala —pidió—, a ella no se la lleve. Ella es Teresa, mi media hermana.
—¿No se llamaba Eugenia?
—No, mi sargento. Teresa. No Eugenia.
— Bueno, pero ¿qué hace acá tu hermana?
—Nadita de nada, mírela nomás. Es medio tontita. Ella es así, va donde la llevan, pobre —respondió Juano, apuntando la linterna a la cara de Teresa.
El sargento miró apenas la cara de ella, alzó la cara al cielo y se rascó el cuello.
—Está bien, Juano, llevátela. Sin quilombos, ¿me entendés? Sin quilombos. Tomá para el ómnibus. —Le dio uno de cien—. Tené cuidado, Juano, si fallás me hacen cagar a mí.
Juano tomó de la mano a Teresa y enderezaron hacia la terminal de ómnibus. Apenas anduvieron una cuadra los pasó el camión sacudiendo la lona entre barquinazos. El conductor del ómnibus les extendió los pasajes sin prestarles atención. Eran solo un pueblerino en uniforme de fajina huyendo con una muchacha tímida que escondía el rostro tras la espalda de su novio.
Ese fue quizás el principio de la historia de Teresa y Juano. Seguramente no el final. Él siguió en su puesto de la gendarmería y Ayala nunca le preguntó sobre Teresa. Se conformaba con el silencio manso de Juano.
Hasta que un día el jefe se retiró y le pasó el mando a Ayala. Ese día Juano se llevó al Chucho del cuartel. Dijo —mintió a medias— que era para que su mujer no se sintiera sola mientras él no estaba.
Para la final del mundial de fútbol, Teresa lo esperó como siempre, sentada en su silla azul al lado izquierdo de la mesa, con el trapo de cocina entre las manos, los platos listos para cenar y el televisor encendido. Hasta había puesto vino y soda sobre el mantel, pese a que a ella le molestaba que Juano bebiera.
Comieron milanesas con tortilla de papas y tomates. Justo cuando ella levantaba los platos sucios y le tiraba los restos al Chucho, Argentina le metía el tercero a los holandeses. Juano sacó otra botella para festejar y Teresa volvió a su silla azul. Estuvieron un rato mirando los festejos que mostraba la tele.
A Juano le ardía en la mejilla la mansa mirada de ella clavada de reojo en él. Una mirada como de agradecer demasiado, mendigar una caricia de perro sumiso que mueve la cola tras un alambrado.
Mareado por su borrachera mansa de vino, se volvió hacia ese manchón violáceo que trepaba hasta sus labios, hacia los ojos que seguían esperando algo de él. Sintió que se le mezclaban compasión y ternura, y que no sabía qué hacer con todo eso.
Extendió la mano y acarició el pelo de Teresa. Ella le sujetó la mano.
—Estoy preñada —le dijo de golpe, mostrándole toda la cara.
Juanjo se alargó torpemente a través del mantel hasta rozar en los labios de ella mucho más que el mendrugo de una mirada o de una frase de ocasión.
Ahora compartían mucho más que la tristeza, los pistoletazos del miedo, las muertes como de perro manso tras un alambrado.