Mi madre entra al salón con una humeante bandeja de langostinos, que dejan a su paso un aroma estimulante. Es una excelente cocinera y salivo. Mi suegra, a la que a medio camino entre el cariño y la maldad apodamos la postiza porque es la segunda esposa del suegro, deja que la anfitriona deposite la bandeja sin intentar ayudar, sin afanarse en recolocar los cubiertos ni en mezclar la mayonesa con las rodajas de limón con el fin de hacer sitio sobre la mesa. Yo, que ya tengo los cubiertos en la mano, dudo entre usarlos o no hasta ver cómo respira la mujer que el año pasado se pronunció: «Pepa, no seas cursi y pela los langostinos con los dedos como todo el mundo». Pero la postiza, con la mirada detenida en ninguna parte y el gesto triste, deja que las cosas sucedan y cunde entre los comensales un momento de desconcierto. Desde que mi hija ya no tiene edad para dejarse engañar, ella y yo echamos a suertes la posición que cada una ocupa en la mesa durante las celebraciones familiares y en esta ocasión le había tocado la peor parte. Pero la pasividad de la abuela postiza significa que no lloverán sobre su plato gotitas de saliva y trozos de comida y la muchacha respira aliviada. Mi suegro habla sin que su mujer lo interrumpa, sin que le importune colocándole la servilleta de babero, y se le iluminan los ojos cuando carga langostinos en el plato sin que ella los devuelva a la fuente. El hombre bebe vino sin que su hijo se lo impida con la excusa de la medicación y yo busco la mirada de mi marido para felicitarle por la excepción que hace este día con el padre enfermo, pero lo encuentro embebido en los mensajes del teléfono móvil. Desde que sus recuerdos dejaron sitio a un espacio en blanco, no había visto a mi suegro tan relajado como hoy, capaz de acertar con nuestros nombres y de decir alguna palabra sin fruncir el entrecejo o rascarse antes la calva. Con las tenazas del marisco aplasta el langostino, chupa con fruición el ácido bórico de la cabeza y pasa los dedos por la corbata hasta dejarlos listos para empezar con el siguiente. Mi marido guarda el móvil y me busca con la mirada cuando su padre le pone la mano en el hombro para hacerle un comentario que no termina. Estrena traje. Mi hija se descojona y yo trato de llamar al orden con una patadita por debajo de la mesa, pero fallo y la recibe mi madre, que se queja: «¡La úlcera, nena, por Dios!». Callo como una perra y entonces ella carga la ira contra su marido que, secundando a su consuegro, también va por la tercera copa de vino y sonríe, pero atinando a chuparse los dedos antes de limpiarlos en la servilleta. Preocupada por la tierna estampa conyugal que puede provocar el equívoco de la patada, inicio la única conversación que puedo mantener con mi madre y le pondero la comida, la interrogo sobre el segundo plato, pero es mi hermana, a la que su marido acaba de trocar por una compañera de trabajo, quien desde el otro extremo de la mesa se hace con la atención de mamá y apunta hacia mí con el mentón. Ella capta el mensaje y luego me fulmina. Mi hija se descojona otra vez y yo aprovecho para animar a comer a la postiza, que se muestra inapetente. Ella me mira con los ojos muy abiertos, acepta de mala gana y sin energía el langostino que yo acababa de pelar para mí y parece saborearlo, aunque insiste en la mudez. La mujer lleva un tiempo deprimida. Hace años que la ciclotimia se ceba con ella haciéndola partícipe de un misterioso círculo vicioso de decaimiento y excitación. El año pasado la hizo llegar al convite de Navidad verborreica, enjoyada, envuelta en mantón de Manila. Estaba sonriente y exultante, olvidados la oscuridad anterior, el reuma y los juanetes. Ordenó el lugar de cada uno en la mesa, discutió con mi excuñado, que ya tenía la cabeza en otra cosa, cebó la sopa a su marido, la bandeja con el cordero terminó sobre la alfombra y consiguió que la gata abandonara su acostumbrada indiferencia para hacer rodar por el pasillo las patatinas asadas y lamer la salsa derramada sobre el suelo de parqué. Hoy es mi madre quien reina en la celebración, sobre todo con las gracias que le ríe el consuegro y con los gestos de conmiseración que dirige a la consuegra porque «nada es más triste que no tener la cabeza en el sitio». Mi hermana se levanta y, para complacer a mamá, comprueba que está echada la llave de la puerta y pasados los cerrojos. Mi madre asiente complacida, ellas se entienden bien. «Sí, hija, sí. Seguridad ante todo, que para los cacos no hay Nochebuenas». Mi hermana la secunda, baja la persiana del salón, pasa las cortinas, critica duramente a la comunidad de vecinos por no permitir que se colocaran rejas en las ventanas, «como si un sexto piso fuera de por sí inexpugnable», y sugiere la pertinencia de una alarma, que podría colocar su marido, bueno su exmarido, que trabaja en una empresa de seguridad y al que no tendría más que llamar. A mi madre se le humedecen los ojos de agradecimiento porque nadie salvo esa hija entiende sus miedos. La mía se vuelve a descojonar. Mi padre y yo nos miramos y él rellena mi copa de nuevo, generosamente, con mucho mimo. También nosotros nos entendemos bien. Luego echo mano a los langostinos para pelárselos a mi suegra postiza, que parece los acepta de mejor grado. Hace unos días que visitamos al psiquiatra y este comentó que le parece que la paciente estaba tardando demasiado en salir de la fase de apocamiento que la aqueja, aunque yo no creo que nadie le esté escondiendo las pastillas.
_________________ Saludos desde Asturias.
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