El hombre despierta, mira el móvil y se sobresalta. Su hija no le ha enviado el mensaje que tienen apalabrado que ella le escriba cuando llega a casa de madrugada para que él sepa que se encuentra bien. Sacude suavemente a su mujer para decírselo. «Está durmiendo, hombre, déjala», responde ella al tiempo que da vuelta en la cama. Su mujer tiene razón, se dice, pero a los pocos minutos llama por teléfono a la hija, que no le contesta. El silencio es absoluto en la habitación y la imaginación le repite la película del malvado que espera a su pequeña a la puerta del ascensor para echarle la zarpa. ¿De qué sirve que un taxista espere a que la mujer se meta al portal para retomar la ruta, si el mal ya está dentro esperando? ¿Y qué se pretende que haga un taxista si un hombre entra a un portal a la vez que una mujer? ¿Y si es otra mujer quien pretende hacer el daño?». Se levanta irritado por las ocurrencias del Gobierno, se viste y sacude a su esposa, que ronca levemente. «Voy hasta casa a ver si llegó».
Son las cuatro de la mañana y los perros del pueblo ladran como locos. Ve un puercoespín y sus hijitos correr a toda velocidad. De ahí los ladridos, piensa, pero mira a su espalda. La gata surge de las sombras y lo mira como pidiendo cuentas. Una lechuza ulula, él se mete al coche y arranca. Un faro del vehículo se apaga. El hombre chasquea la lengua, solo falta que lo pare la Guardia Civil.
Veinticinco kilómetros separan la vivienda veraniega de la habitual, donde vive la hija, y seis pequeños pueblos se suceden durante el trayecto. Entre uno y otro, ilumina la calzada el único faro que le queda al vehículo. Las curvas son pronunciadas, el hombre teclea el panel de la radio y oye un golpe contra la carrocería. Mira por el espejo retrovisor y le parece dejar atrás un bulto junto a la cuneta. Un jabalí, qué si no. Unos metros más allá hay un vehículo en sentido contrario al suyo, con las luces prendidas. El hombre acelera. Tiene prisa por saber si su hija ha llegado a casa y solo circula con un faro.