He recibido a través del compañero Sergio, desde Chile, la tristísima noticia del fallecimiento de nuestro querido Eduardo (EK, Eduardo Krüger). Hace tiempo que no sabía de él, estaba preocupado, pero otras veces se ausentó durante meses y después reapareció, así que quería creer que sería uno de esos vaivenes de la vida... Pero no; esta vez no hubo vuelta. Falleció el pasado 12 de diciembre; no conozco más datos.
Ahora mismo tengo sentimientos encontrados. Porque me entristece mucho su marcha, la seguridad de que ya nunca más volverá a acompañarnos ni a colgar ninguno de sus maravillosos escritos. Y, por otra parte, sabiendo que todos hemos de partir tarde o temprano, me alegra saber que él cumplió en estos últimos años su deseo de verse reconocido como el gran escritor que fue, con el primer premio del más importante certamen de su tierra natal. Si la vida es un juego, él ganó la partida.
Entre los muchísimos textos geniales que nos regaló, yo tengo un especial cariño por dos:
Tres, dos, uno y
Tito y yo. El primero es genial. Sólo un maestro puede tener la idea y plasmarla con tanto acierto.
Tito y yo, además de genial, es entrañable. Y en estos momentos tristes, quiero recordar a Tito:
"Tito estaba muerto. Sentí que tampoco yo estaba preparado para la tristeza, no para tanta.".
Va por ti, querido Eduardo, amigo por siempre, maestro por siempre, espero volver a encontrarte dondequiera que estés. Recibe mi más cariñoso abrazo.
Citar:
TITO Y YO
© Eduardo Krüger
Murió don Carmelo, al fondo de sus años y de su pasillo umbroso, techado de santarritas. Pasé cuatro veces, dos de ida y dos de vuelta, mirando de reojo el portal. Los pasillos al fondo me inquietan: también allí atrás hay unas vidas, pero uno las imagina rápidamente y de reojo, y puede husmear menos que en las casas con frente a la calle.
Soy apocado para los velatorios, y por eso fui y volví por la acera sin decidirme a entrar, sabiendo que algunos vecinos ya velaban al muerto. En la cuarta pasada él, Tito, que había vivido los últimos nueve años con don Carmelo, miraba la calle desde el umbral. Y por supuesto que me vio. Pensé en seguir de largo, y creo que Tito hubiera comprendido mi cortedad. Después me dije que si algo había ahí que mereciera atención, eran Tito y su duelo, y no mi torpe timidez.
La mirada de Tito repasaba el mismo paisaje de siempre, pero ahora con la extrañeza de saber que por ese familiar horizonte de veredas barridas, ligustros cotidianos y taller de autos a mitad de cuadra, don Carmelo nunca más caminaría junto a él. Leí en sus ojos una mansa lucha entre aceptar lo irremediable o ceder a la melancolía.
Me salió de golpe, como algo que no merecía ser pensado:
—Tito, lamento mucho la muerte de don Carmelo. Es un momento triste para usted, pero no tanto para mí, que no vivía con él. Pero bueno, así son las cosas…
Esperó en silencio a que yo siguiera.
—Usted está solo ahora, y yo, desde hace un tiempo, también. Le ofrezco, sinceramente y sin compromisos, venirse a vivir conmigo.
Acaso le daba vergüenza hablar. Dio una breve mirada hacia el fondo del pasillo, dejó el umbral y calladamente se puso al paso conmigo, como un viejo camarada.
No nos pesó acomodarnos, silenciosamente, el uno con el otro. Aprendí a respetar el mutismo de su duelo. Vivíamos de la changa diaria, de lo que va trayendo la suerte. Cada cual cumplía la rutina de siempre y volvía con lo suyo. Compartíamos las cosas tranquilos, entendiéndonos con la mirada y los gestos.
Hasta que un día cenamos unas sobras de postre borracho que a mí me achisparon y a él le soltaron la lengua. Inesperadamente preguntó, mientras se relamía el chocolate de los belfos:
—¿Es por su cumpleaños el postre?
Sorprendido de escuchar su voz no alcancé a contestarle, y él siguió—. ¿Y cuántos cumple?
Pensé que le preocupaba el que yo muriera antes que él, como le había pasado con don Carmelo.
Le dije:
—Tengo más que algunos años, Tito. Pero no se haga problemas, no pienso morirme por ahora ni por mucho tiempo.
Se rascó el costillaje derecho buscando palabras.
—No, si no hablo de eso que los humanos llaman muerte —dijo—, vea que para nosotros los perros eso no tiene mucho sentido. En realidad lo que molesta un poco es ese irse de golpe, como una pequeña traición. Tanto tiempo juntos, y de pronto… Uno ya sabe dónde ir solo al parque, donde cagar y mear sin que lo corran los vecinos ni sentir mucho pudor. Pero uno se quiere con el patrón, y es mejor ir juntos a todos lados. Y de un momento para el otro, se cae en la cuenta de que, digamos don Carmelo, no está más aunque uno lo quiera cerca. Y nadie avisó. Y uno quisiera estar avisado, preparar la tristeza para que dure menos. Hasta podría decir adiós, sentirla un poco y después seguir.
Acepté que Tito, equivocado o no, tenía derecho a pensar distinto a mí.
Quedamos tristones entre el postre borracho y la charla, y esa noche dormirnos uno junto al otro aunque no hacía frío.
Por mucho tiempo nos unió una lealtad silenciosa, impensable en los seres humanos.
Alguna noche de fin de año, solos y callados los dos, caminamos unas cuadras y cruzamos la avenida hacia el parque.
Quizás los fuegos artificiales y la algarabía lo distrajeron. O quizás él se había puesto viejo y desavisado. El caso es que un automóvil lo atropelló y quedó tendido sobre el pavimento. Esperé que terminara de pasar el tráfico, volví hasta su cuerpo inmóvil y lo olfateé con la cola y los pelos del lomo erizados, alerta a las próximas luces que venían desde el semáforo. Tito estaba muerto. Sentí que tampoco yo estaba preparado para la tristeza, no para tanta. Me alejé de ella y me metí en el parque para ir a levantar la pata contra un árbol. Solo; como a Tito no le gustaba.