[justificar] —¿Y qué, si muero hoy? —preguntó Antelmo Armenta cuando el grupo de niños ansiosos lo miraba desde hacía unos minutos.
Antonio José, el más pícaro de ellos, avanzó unos pasos. Con voz entrecortada dijo:
—¡Nada! Que nos quedamos sin ti y eso nos produciría tristeza, una tristeza que nos pesaría en el alma. Lloraríamos hasta quedarnos sin lágrimas.
—¡No te mueras, Antelmo!, ¡por favor! —gritaron todos a coro.
—Si tú te mueres, nosotros morimos contigo —continuó diciendo Antonio José. Luego calló.
En todo ese tiempo Antelmo permaneció con los ojos cerrados. Las palabras de los chiquillos calaron en su corazón, ya antiguo. Con setenta y cinco años, sentía escapársele la vida en el aire como un globo. Le dolía aún más.
Gaby, una gordita blanquita, tomó la mano cadavérica del viejo y la acercó a su mejilla para sentir el calorcito tibio que desprendía. Su buen amigo apretó con fuerza la manita de la niña; luego le sonrió.
La mirada del moribundo se alzó al viento plomizo del sur.
—Aunque muera, ¿no me recordarán, siquiera un poquito?
—Siempre lo hacemos, señor —asintieron todos. Y no mentían; los niños no mienten, por eso mismo sufren más.
—Ahí lo tienen, amigos, viviré en su memoria. Así nunca moriré. Es necesario que parta, mi tiempo se acabó. Me ha hecho muy feliz encontrarlos, pequeñitos míos.
Abrió sus brazos. Los cuatro chamacos lo rodearon con sus brazos como a un centenario roble que crece en el parque.
—Mañana no regresaré. Ya no me verán más. Partiré a donde van los muertos. Por eso les pido que ninguno de ustedes venga mañana; no tiene caso, no me hallarán.
Sergio, a quien le decían Tercio, abrió sus labios para decir lo injusto que era la muerte al llevarse gente tan buena como Antelmo.
—Tercio, hijito, algún día serás mayor; vivirás una vida propia. Al final tus amigos, tus buenos amigos, te despedirán y vendrás al lugar adonde iré mañana. Si todavía me recuerdas, me hallarás, hablaremos, jugaremos y reiremos con los otros amigos que vienen por montones. Y tras las montañas, donde se asoma el sol, estaremos otra vez reunidos.
Terminó su breve discurso. En ningún momento permitió decaer su semblante. Ellos lo vieron contento, animado, parecía que nada le dolía ya.
Cada uno se arrancó un botón del suéter y se lo dio al viejo.
Él los guardó cerca del corazón. Limpió una lagrima juguetona, cerró los ojos. No miró cuando sus amiguitos se fueron por la calle ancha, con la incipiente luna sobre sus cabezas. Permaneció así, quieto, por un rato; una nueva noche le recordaba que su propia oscuridad estaba llegando. Un dolor, igual a una aguja, se clavó en su ser. Pensó en lo bien que la muerte había cumplido su trato: le concedió despedirse de sus amados niños.
Sus brazos, sin vida, resbalaron, ya sin la carga de sus años...[/justificar]
[centrar]Fin[/centrar]
correcion por panchito.
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