¡Maldita suerte!
La primera vez que volé en un avión yo era un niño que aún jugaba con soldaditos de goma. Recuerdo lejanamente la mesa de una cafetería, a pie de pista, donde tomábamos un refresco mientras llegaba la hora de embarcar. Me asombraba ver rodar sobre el asfalto a aquellos enormes aparatos hasta alcanzar una velocidad infernal, despegar y elevarse rápidamente en el cielo, y era sobrecogedor pensar que pronto yo iría dentro de uno de ellos.
El aeropuerto de El Prat era entonces un lugar muy agradable, sin barreras, sin construcciones monstruosas, parecía un chalet de veraneo, pero grande; muy grande. El personal de las escasas terminales atendía, sonriente, con una amabilidad paradigmática. Las azafatas, jóvenes, bellísimas y de suma elegancia, nos fascinaban a todos. Parecían princesas. ¡Y los pilotos! Con sus imponentes uniformes y las bocamangas repletas de galones dorados eran dioses entre los mortales. Así fue mi bautismo de vuelo, entre sonrisas, princesas y dioses, en un bimotor Douglas DC3 que nos llevó de El Prat a Barajas en poco más de dos horas. Aquel viaje me había perturbado el sueño desde varios días antes y siguió perturbándolo durante algunos días después, tanta era la ilusión que a mis pocos años la aventura del vuelo provocaba.
Pero pasó el tiempo: los viejos aeroplanos de hélices dieron paso a los reactores, los vuelos comerciales se masificaron, llegaron las enormes colas, los secuestros, los atentados terroristas, los registros y restricciones, los overbookings, los retrasos interminables, las barreras y aislamientos, los edificios monstruosos, los viajes a diez euros... Y se fue el glamour. Tenía que irse. Volar —viajar— es algo que debe ser útil antes que glamuroso. Pero se fue demasiado lejos.
Ahora, cincuenta años después, la expectativa de tener que volar sigue quitándome el sueño. Pero no ya por ilusión, sino por terror. ¿Qué pasará esta vez? El abanico de posibilidades es infinito.
Me levanté antes del amanecer, pues el aeropuerto queda lejos, el vuelo sale a las ocho y hay que facturar el equipaje con bastante antelación. El monorraíl aéreo avanza rápidamente en la madrugada y en menos de una hora me lleva a mi destino. Entro en la terminal y cambio la maleta por el tarjetón de embarque. Mi avión sale dentro de cincuenta minutos, puedo tomar un café y hojear la prensa antes de pasar a la zona de fingers. Sólo hay un par de periódicos españoles, elijo La Vanguardia. Es la de ayer, claro. En la primera página abundan las reseñas sobre los actos previstos para la Diada. ¡Hoy es fiesta en Barcelona!, casi lo había olvidado... Sigo hojeando y descubro que el próximo jueves estrenan "Los otros". He de ir a verla, me encanta Nicole Kidman. Bueno, ya tengo el tiempo justo. Pago el café y me encamino a la zona de embarque. Elijo uno de los mostradores y paso frente al funcionario.
—¿Adónde se dirige, señor? —me pregunta en inglés un imponente negro uniformado.
—A San Francisco —respondo, mostrando mi tarjeta.
Me mira detenidamente por unos segundos antes de seguir:
—Déjeme también su pasaporte, por favor.
Con ambas cosas, desaparece tras una puerta que quedaba a su espalda. Pasan unos minutos y empiezo a impacientarme. Por fin sale el hombre uniformado junto a uno de los guardias de seguridad.
—¿Quiere acompañarnos, señor?
—Pero...
—Por aquí, por favor. —Su tono autoritario no deja opción a réplica.
—¿Sucede algo? —pregunto mientras caminamos
—Es sólo un trámite, no se preocupe —miente abiertamente.
Llevo ya quince minutos sentado a solas en una pequeña habitación sin más muebles que cuatro sillas. A este paso perderé el avión. Son las ocho menos cuarto, quizá ya lo haya perdido. Paseo nerviosamente por el habitáculo, sin saber qué hacer. De pronto surge una idea. Marco en mi teléfono móvil el número del consulado de España en Nueva York. Una voz responde, primero en inglés, después en castellano:
"Nuestro horario de atención al público es de ocho a quince horas. Puede dejar un mensaje si lo desea. Espere la señal...".
Tras el bip hablo atropelladamente: "Es un mensaje para el señor cónsul: Miguel, soy Fernando. Estoy en el Newark Liberty, me han retenido antes de embarcar. ¡No tengo ni idea del porqué! ¿Podrás hacer algo? Venga, te llamo más tarde. Gracias.", y cuelgo tan aliviado como el radiotelegrafista del Titánic después de enviar el primer S.O.S.
Ya son más de las ocho, mi vuelo acaba de salir... ¡con mi maleta!, ahora caigo en ello. ¡Lo que me faltaba! Decididamente no es mi día de suerte. Noto el zumbido del móvil en mi bolsillo y me apresuro a responder: "¿Miguel? Hola, no sabes cuánto te lo agra..... Ya..., ya.... ¡Vaya!... Ya... Pues maldita suerte la mía que haya habido esa confusión. Aquí son todos paranoicos —me atrevo a bromear—. Bien, vale.... No te preocupes, estoy tranquilo. Muchas gracias, te debo una". Vuelvo a sentarme, más calmado. Pero a ver qué hago ahora...
De pronto la puerta se abre con una brusquedad espantosa y entra Clint Eastwood junto a los dos hombres que me condujeron aquí. Uno de ellos lleva en la mano mi equipaje. Siento alivio.
—Todo está conforme, señor, puede usted seguir. —Y me entrega pasaporte y tarjeta.
—Pero mi avión ya ha salido...
Clint Eastwood —bien pensado, no creo que sea él ¡pero se parece tanto!,— cuchichea con el hombre de color. Después me explica:
—No ha salido aún, United Airlines ha anunciado un retraso de cuarenta minutos; pero tiene usted razón, el vuelo está cerrado y el avión en pista. Vaya a la ventanilla número 28, trataremos de recolocarlo lo antes posible. Lo lamentamos, señor, pero la seguridad es lo más importante.
Arrastrando la maleta me dirijo a la ventanilla número 28. ¡Maldita suerte la mía!, voy pensando... ¿Será verdad lo de los martes?
(¿Eres un buen lector? Para comprender este relato hay que descifrar algunas claves que, en realidad, están a la vista)© Fernando Hidalgo Cutillas 2011
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Saludos desde Barcelona - España.