hola Milagros, leido tu relato, te mando algunos apuntes. Cercana a la carretera y con rótulos de neón visibles para los conductores, “Selene” se alzaba orgullosa. El burdel —serpientilla camuflada entre los árboles (no entiendo lo que se quiere decir con “serpientilla” porque una casa antigua de labranza, no se asocia con una forma alargada y sinuosa)— era una antigua casa de labranza reformada. En la planta baja estaba el bar donde, entre copas, se hacían los negocios. La primera planta se dividía en dos partes mediante un tabique de separación (es una redundancia, creo, quiero decir que el tabique es una pared delgada que separa las piezas d la casa), una puerta pequeña con una gruesa cerradura y un cartel en el frente que ponía “Reservado”, para no dar lugar a equívocos. Detrás de la puerta estaba la cocina, los dormitorios, una pequeña salita y la (vida de mujeres decentes de sus moradoras entiendo lo que quieres decir, pero me parece que la frase está desordenada “y la vida decente de sus moradoras, o algo así). Allí, casa y mujeres estaban pintadas en colores suaves. En la otra parte vivía su profesión, era donde se encontraban las habitaciones con las que se ganaban la vida; los colores eran chillones para animar a los clientes y entonar con ligueros y sujetadores. (me falta algo en esta frase) Trabajaban en el lugar cuatro mujeres: Una colombiana, otra dominicana, la tercera de Cuba y una española. Componían un trocito del mapa del mundo aunque todas ellas venían del mismo pueblo interior: el de los malos tratos, la incultura y la pobreza. El lugar de donde vienen todas las mujeres de los burdeles de carreteras secundarias. Lo regentaba Albertina, de Alpedrete. Una mujer entrada en años y carnes que un día, cansada de las palizas de chulos y clientes, decidió establecerse por su cuenta en el lugar más lejano que pudiera pagar y, con sus tres amigas de la Casa de Campo y tres mil euros que pudo ahorrar, llegó a Huster —a sesenta kilómetros de Madrid— dispuesta a comerse el mundo, a mordiscos [/u]( para poder comer hay que dar mordiscos a las cosas, creo que será mejor “dentelladas” )si fuera necesario. Fueron necesarios los mordiscos pero apenas comió un bocadito de un pueblo, lo necesario para sentirse libre y saciar el hambre. Encalar, renovar vigas, colocar suelos, fueron sus trabajos durante un año. Para asegurar más el cemento que el pescado, las cuatro mujeres hicieron trabajillos extras en los alrededores, nunca donde se habían instalado, no fueran a arruinar el futuro negocio. Cuando terminaron suelos, tabiques y ventanas, decidieron que deberían contratar a un hombre que tuviera la suficiente fuerza y voluntad como para sujetar fuertemente las vigas del tejado y reparar las tejas. Anselmo, un mozo de dieciocho años, con más ganas que conocimientos, fue el elegido —no por músculos o sabiduría— [u]al ser el único que se presentó que podrían pagar (esta frase me resulta rara). Tardó seis meses en terminar su trabajo, el tiempo necesario para que se hiciera miembro de la familia y pasara, después, a servir en el bar como camarero. Bien es verdad que la paga era escasa, pero tuvo toda la bebida que quiso y a cuatro mujeres a su disposición. El salario en especie y la compañía lo alejaron de la soledad, los malos pensamientos y el onanismo. Con solo dieciocho años, el dinero podría esperar.
Viéndolas reunidas a las cuatro en su quehacer diario (siendo tan distintas en personalidad y motivación), parecía difícil que existiera la armonía que siempre estuvo presente. Albertina delimitó claramente las normas y salvó la convivencia. Las reglas, el humor de todas y un futuro prometedor lo hicieron posible. Fue más de lo que nunca habían tenido. Una vez pagados los gastos generales y apartado lo necesario para la comida, las ganancias mensuales se repartían en cuatro partes iguales. El destino del dinero de la partición era diferente en cada una de ellas. Nelly, la cubana, habituada a compartir, mandaba la mayoría a su familia; Helvia, la colombiana, lo colocaba a plazo fijo para, en el futuro, construirse una casa en Cali, su ciudad; para Ángeles, dominicana, la vida era un momento y trataba de endulzarlo con flores y bombones, abalorios y faldas de raso. Era un misterio lo que hacía Albertina con el suyo pero en momentos de dificultad surgía el butano para la estufa, la pintura para la puerta desconchada o la carne para todos; si bien todos estos gastos eran deducidos de los generales al mes siguiente, sin intereses, como una banquera honrada. (lo que hace honrados a los banqueros, como a cualquier otro empresario, es la ganancia mesurada y el trato justo a los trabajadores. Lo que hace el personaje de la historia es otra cosa que se explica muy bien a continuación) Ella, con su dinero y experiencia, hizo más cómoda la vida a las otras tres, veinte años menores que ella.
Helvia vino a España, para encontrar un trabajo digno que le permitiera continuar el romance con un novio —en su país— que le había sorbido el seso y el corazón, aunque terminó acostándose con cualquier hombre que pasase por la carretera. Era un joven guapo y de personalidad tallada en calles y hambre, alguien que había dejado la lucha para sobrevivir en otros hombros; en su madre primero, en su novia después. Esa voz susurrante y musical que tenían sus compatriotas, él la había convertido en seductora; y su natural humor, junto con el resto de cualidades, hicieron que a Helvia no le importasen los consejos de su familia ni la precariedad diaria. Se fue con él a vivir con mucho amor y el poco alimento que conseguía por los trabajos ocasionales —insuficientes y mal pagados— que le salían al paso, pero feliz por cambiar los gritos de su estómago por los de la cama. Con las tripas descolocadas, ni siquiera entre dos jóvenes que se quieren hay lugar para cosquillas en el amor.
El caso de Ángeles fue distinto. Su empeño en bailar mientras hubiera alguna música que sonara, le regalaba idénticas sensaciones que el mejor romance. Su tesón por ser feliz, en un ambiente gobernado por la violencia, hubiera enternecido a cualquier persona. Su camino fue trazado por el ansia del placer que depositaba en la vestimenta, alimentos y jóvenes que pasaban por su cama. Asumió, degustó y deseó ese camino de destrucción. Antes lo había buscado en las playas de Santo Domingo, entre los turistas, sin conseguirlo. Ignoró que su corazón estaba vacío, desierto, aunque lo llenase de faldas de raso, copas y orgasmos.
Habían pasado diez años desde su llegada, cuando el Ministerio de Transportes y Comunicaciones decidió que aquella carretera no era útil para el país. Los arreglos, mejoras y conservación apenas daban votos al Gobierno y, en su lugar, decidieron construir una autopista, a quince kilómetros de ella, que uniera directamente Madrid con Mérida, ciudad de la que era oriundo el Vicepresidente del Gobierno.
No les importó. Después de ese tiempo, tenían los suficientes clientes fijos para sustentar los gastos más elementales, pero con la llegada de los nuevos tiempos —en que la cama era el paso obligado de amores y amoríos— estos clientes se redujeron a seis viejos que, con su exigua jubilación, poco podían proveerlas. La única que tenía uno fijo (un ¿qué?, encuentro esto muy coloquial) era Nelly, que estaba tan orgullosa de ser la preferida y durante tantos años por Felipe —así se llamaba— que su barriga le parecía un hermoso regazo para tumbar la cabeza; la cara, con numerosas venitas de borrachín empedernido cruzándola, tierna como un osito y hasta los párpados caídos le recordaban el romanticismo de la Dama de las Camelias. No importaba que su paga de jubilado fuera tan escasa que le impidiera las visitas más de una vez al mes, (esto me parece un poco desordenado) Nelly lo adoraba y, en mejores tiempos, era capaz de abandonar a un mocetón joven, mejor dispuesto y de mayor fortuna, para hacer rosquillitas, arrumacos y tiernas boberías al hombre que la tenía encandilada en cuanto entraba en el establecimiento. Una vez que la costumbre hizo olvidar a Felipe la profesión de Nelly, perdió los escrúpulos iniciales y le pidió formalmente en matrimonio “Heredarás mi casa cuando muera” le dijo para convencerla. Pero a ella lo que le interesaba era el jolgorio, el sentirse preferida y las carantoñas con sexo. No iba con Nelly lo de las herencias. Más se empeñaba el hombre, más rehusaba ella, hasta que, llegado el momento, perdió su dulzura innata, su voz de caramelo y el andar sinuoso. Estaba realmente ofendida “Sabes amorcito, si sigues con la monserga, no me ves más y… ¡ya te puedes buscar a otra!”. Felipe supo que hablaba en serio y continuó las visitas sin compromisos ni ataduras. Nelly volvió a destapar lo que había ocultado cuando Felipe se mostraba obsesivo con el casorio, como un viejo chocho. Una vez que el hombre hubo reflexionado. (me parece que esta frase queda un poco descolgada) Más tarde Felipe agradeció el rechazo de su petición, cuando sus hijos le dijeron que les avergonzaba un padre jubilado vicioso, y que más le valía ir a recoger a los niños al colegio o llevarlos al parque —como hacen los ancianos con dignidad— en lugar de ir, corriendo, en cuanto cobraba, a gastárselo en un putón de treinta años. “Todo por unas visitas que, viviendo solo, digo yo que a quién molestan. Si le diera la casa…¡la que se armaría!” pensaba el viejo, mientras se imaginaba a Nelly arañada, arrastrada por el suelo del burdel, sirviendo de fregona su pelo negro, rizado y hermoso, escupida y no se sabe cuantas calamidades más si hubiera aceptado el matrimonio. (encuentro esto un poco exagerado, serían hijos disgustados, pero no macarras) Satisfecho de su decisión (“¡Qué lista mi dulcecito! ¡Qué guapa mi bomboncito!), se propuso darle cuanto pidiera y estuviera en sus manos ofrecérselo. Y adorarla siempre.
A las demás, aunque les hubiera gustado tener un setentón como enamorado, los clientes de paso —cuando el negocio dejaba importantes ganancias— les bastaban. Un ratito alegre, unos miles de duros en su cuenta y la libertad de sentirse dueñas de ellas y de su salario. Llegado a aquí, me parece que hay un poco de desorden en el relato. Unos párrafos más arriba se cometnó la vida anterior de dos muchachas, luego se empieza con el problema creado con la carretera, y sin acabar con él, se vuelve a la vida de otra muchacha. No sé.
En cuanto a Helvia, lo que le preocupaba era la casa de Cali. Cada vez que finalizaba un servicio, salía de la habitación después de su trabajo con algún camionero, preguntaba a Albertina: “¿A cuánto voy este mes?” (¿Cuánto llevo ganado este mes?) Y la matrona respondía con la cantidad exacta. Era una magnífica matemática. “Borra la ventana de mi cuarto en el primer piso”, le contestaba; porque su amiga, al comienzo de su relación laboral, antes de ser íntimas, enumeró en un cuadernito de tapas verdes todos los elementos que se necesitarían para la construcción de una casa, los mismos que iba tachando a medida que Helvia llevaba al banco su coste. “Creo que hasta podré hacer dos columnas”, decía alborozada. La colombiana se refería a las dos columnas, esas y no otras, que flanqueaban la entrada de la casona de “Lo que el viento se llevó”, la única película que le había gustado.
Los nuevos habitantes que se instalaron, más tarde, en el pueblo aumentaron algo sus arcas, pero siguieron siendo insuficientes para mantener un nivel de vida con cierto decoro. Alguna de ellas se planteó volver al lugar de donde salieron, antes de que las carnes se desplomasen y las hicieran desplomarse también. Los lugareños, ante su posible emigración, anticiparon lo que a ellos podría sucederles en un futuro próximo. La nueva carretera traería menos visitas –no solo al burdel– a todos los establecimientos y empresas allí ubicados. Se inquietaron, y esta idea, como cuando descubres que el páncreas te funciona mal, no les dejaba tranquilos. Les hacía escarbar en ella, manosearla y analizarla. No hacía que se sintieran bien, pero estaba en sus mentes y no podían arrancarla. Y mientras más hurgaban y querían aplastarla, más se preocupaban y pensaban Después de cierto tiempo, reaccionaron. Ante la posibilidad de su desmantelamiento por falta de recursos, los padres presionaron a sus hijos para que les hicieran alguna visita, los jóvenes comenzaron a celebrar algunos cumpleaños en el bar e, incluso, hubo una beata que propuso seriamente al cura una colecta en domingo para ayudarlas.
El sacerdote lo pensó durante dos semanas y, con el escrúpulo de conciencia de todo buen sacerdote, se lo consultó al obispo, no fuera pecado y Dios se lo tuviera en cuenta en el futuro “Pero, ¿en qué mundo vivimos? ¿Cómo se le ocurre esa locura? ¡La depravación llega hasta nuestro Ministerio!. ¿Está usted bien de la cabeza?” El cura, pillado en falta, bajó la cabeza contrito del mal planteamiento de la pregunta y trató de explicar que sus putas eran buenas, amables, temerosas de Dios y nunca habían organizado escándalos públicos. Pero su superior nunca hubo (no me pega nada este tiempo verbal) trabajado a pie de calle. Su sabiduría provenía de las pastorales y de las conversaciones con cardenales. Las putas eran putas sin distinciones y le prohibió, no ya la colecta, sino la menor palabra con esas mujeres depravadas.
Contó la conversación con el obispo a la beata y ésta, sin otra cosa que pudiera hacer, se encomendó a la Virgen de la Cruz, la patrona del pueblo, para que remediara la situación. Los rezos no ablandaron el corazón de Nuestra Señora y a las cuatro mujeres se las vio decir adiós con la mano en el autobús camino a Madrid.
Las lágrimas de todos hicieron más fértiles los campos, su emigración a otras zonas hizo más segura la carretera a Mérida y el episodio vivido con putas, Ministerio e Iglesia, no mejoró la conciencia del pueblo.
_________________ Saludos desde Asturias.
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