CERTIDUMBRE
Miro a la gata enroscada en el sofá, ronroneando —quiero pensar que feliz— a poco que mi mano se deslice entre sus orejas. Sé que cuando llega el anochecer se deshace de su modorra, remolonea por los alrededores y desaparece durante horas. No me hago preguntas cuando por la mañana la veo regresar muerta de cansancio y sueño, polvorienta, muriéndose por una caricia. Y no. No me pregunto si durante ese tiempo siguió siendo el animalito inofensivo que conozco. Mientras miro a la gata dormitar relajada a tu lado —esta madrugada has llegado especialmente cansado— me limito a coger el dinero que dejaste encima de la mesilla, y contando los billetes, no me hago preguntas. No pregunto para qué usas el contenido de esa bolsa que guardas bajo llave, ni por qué a veces, cuando suena el móvil como ayer, no contestas nada y pasado un tiempo, vas al armario, tomas la bolsa y colocas su contenido en la cintura del pantalón —te vi hacerlo una vez que te creías sólo. Y no me pregunto a dónde vas cuando comentas que sales un ratito, que no me preocupe, que tienes asuntos que resolver. Mientras cuento los billetes, recuerdo el beso, la caricia que me haces cuando llegas y te acuestas a mi lado creyéndome dormida, el silencio que guardas por la mañana y todas esas cosas que no me contarás. Y mientras te miro y pienso que no debo pensar, recuerdo que ayer sorprendí a nuestra gata en un rincón del jardín. Devoraba una rata. Al acercarme a ella, siseó con las pupilas dilatadas, aplastó las orejas contra la cabeza y retrocedió. Y mientras te miro y pienso que no debo pensar, que no debo preguntar, recuerdo que al tiempo que ocurría todo eso, tú me observabas silencioso desde la ventana.