Le contaré una historia.
Describiré, primero, al protagonista. Un muchacho de doce años, uno más entre tantos adolescentes en los que el paso al mundo de adultos se realiza con dolor. Digamos que se llama A. Usted puede llamarlo Angel o Antonio. Armando o Alberto podrían ser otros de los nombres elegidos aunque me hubiera gustado que todos estuviéramos de acuerdo en Antony. No pienso discutirlo, uno de los problemas que un autor tiene con sus lectores son los nombres de los personajes, nunca son los adecuados. Dejaré a su imaginación si es alto o bajo, gordito o flaco, feo o agraciado. Póngale la figura que guste.
Deberíamos situarle en un lugar geográfico determinado aunque dude de su utilidad. En sentimientos da lo mismo el Cono Sur o las quimbambas, pero hagámoslo. Vive en Sevilla, una ciudad española a la que caracteriza la comunicación. Hablan los sevillanos entre ellos y con los turistas; hablan en los bares y en la calle, siempre se oye el rumor de las conversaciones por cualquier lugar. A es reservado, apenas le gusta hablar; no porque no tenga cosas que decir, sino porque la oratoria no está entre sus virtudes. Sevilla es un lugar incómodo para él.
Hablemos de los padres. Él, funcionario en el Ayuntamiento con un buen horario, dos pagas y un salario medio; ella, médico en un hospital, con más guardias de noche de lo que hubiera querido y menos sueldo de lo que cree merecer.
Llegamos a la situación. Es verano, terminó el colegio y encontramos a nuestro chico en el dormitorio pensando en su familia. Quiere a sus padres, pero sus discusiones le hacen daño; da la razón a uno y otro, según la tengan, pero hubiera querido que no le metieran como juez de sus disputas. Lo hubiera dicho, pero nunca se atrevió. Hubo momentos en los que encontraba fuerzas para que, de una vez, se enteraran que los gritos no eran una buena forma de llevar una familia ; si no querían quererse que no lo hicieran, ¡allá ellos!, pero que le dejasen al margen. Nunca lo conseguía, se sentía confuso, aterrado y con la lengua de trapo en el último instante; le pasa igual que cuando no responde a las bromas de sus amigos.
A quiere dejar de pensar en ello y encuentra la forma de hacerlo: soñar. El chico empieza a imaginarse como un héroe en medio de una batalla, los soldados aclamándolo, los tambores y las trompetas sonando, y, él, sobre un caballo negro desfilando ante la tropa con la espada en alto; orgulloso, valiente y decidido. Mientras, fuma. El tabaco de su padre también le facilita sueños y sosiego.
El ruido de las llaves en la puerta rompe las imágenes, pero ha tenido el tiempo suficiente para tranquilizarse. Unos minutos más le hubieran venido bien para finalizarlo, los suficientes para que le coronaran emperador; no obstante, se conforma, otros días no tuvo tiempo de cabalgar. Abre la ventana, esconde el paquete bajo el colchón, cierra la puerta del dormitorio y sale al salón.
—¿Ha venido tu padre? ¿Has estudiado? ¿Recogiste tu habitación? ¿No me das un beso? Ven aquí, mi osito.
Y A, nuestro A, se deja abrazar y hacer carantoñas como si tuviera cinco años, simulando ser el nene de mamá para dar tiempo a que se disipe el olor a tabaco en su dormitorio.
Otras llaves abren el piso.
—¿Ha venido tu madre? ¿Has estudiado? ¿Recogiste tu habitación? Ven aquí, campeón.
Y A, nuestro A, se deshace del abrazo de su madre para ir cerca de su padre a que le revuelva el pelo.
Lo que viene después es algo diario. El final de la escena lo ponen las lágrimas de la madre y la salida del padre dando un portazo; en medio de todo ello, A como una marioneta enredado en los hilos de uno y otro.
Sus padres, dos días después, lo sientan para explicarle que no irán de vacaciones a la playa, que ese año las pasará junto a su tio en X. Poco le importa el pueblo de su tío al que apenas conoce, pero dice que sí, que muy bien, que le hace ilusión el campo. Lo mismo hubiera contestado si le llevaban al Polo Norte o a la selva; el lugar es lo que menos le importaba, quiere dejar de oír tambores de guerra cada vez que la familia se reune.
Cuando el tío B se lo lleva en su viejo Polo azul, nota lagrimillas en los ojos de su madre y el fruncir de la ceja derecha de su padre, ese gesto que hace cuando está triste. Se teme lo peor. “¡Vete tú a saber lo que harán los dos solos con la poca cabeza que tienen!”, piensa.
Una sensación extraña se adueña de él con la entrada y la bienvenida de su nueva familia. La tía, una matrona gruesa y acogedora, lo besa sin alardes, con una naturalidad sincera que le hace sentirse cómodo. Su primo, algo más bajo que él y de la misma edad, choca la palma de la mano con la suya en un gesto de amigo de todos los días.
Se suceden los días y las semanas, todos diferentes aunque en apariencia iguales. Unos, con piscina y aguadillas; otros con paseos y confidencias; los que más, y después de terminar el trabajo encomendado por su tío, con juegos, risas y complicidad entre los primos. En la mayoría de ellos no le da tiempo de pensar en sus padres o en sus relaciones; vive, y eso le hace alejar cualquier cosa que le perturbe. Piensa, cuando se acuesta, que la felicidad es eso: vivir sin pensar en la familia. Comprende que no se reflexiona sobre lo que te hace feliz diariamente, lo disfrutas y pasas a otra cosa. Unicamente con la llamada diaria de sus padres vuelve al otro mundo, a la otra vida por breves instantes; luego, la olvida.
Termina el verano, Una noche su primo le pregunta si ha besado a alguna chica. El, con la cabeza y avergonzado, dice que no. A teme sus bromas, pero no piensa mentir. Su primo rodea su espalda con el brazo, le confiesa que él tampoco pero que ya va siendo hora; sus amigos ya lo han hecho y se está quedando el último. A le mira sorprendido, el primo tiene ganas de hablar. Besar a una chica debe ser algo estupendo, dice. ¿Más que soñar?, piensa A; pero no dice nada.
El primo tiene un plan con M. “¿Por qué M?”, pregunta, “Porque esa se deja”. A no ve la gracia en besar a una gorda con granos; su primo le contesta: “Y se deja tocar, eso gusta más”. A se encoge de hombros, no piensa en lo que están hablando; sus padres hace cuatro días que no telefonean. “Estos se han matado”, piensa; por otra parte, no le ve el gusto a besar y tocar a M.
Al día siguiente recibe una llamada de su madre diciéndole que ella y su padre se han separado. A vivirá en la casa familiar con ella y, cada quince días, pasará el fin de semana con él. Y dice “él” con dolor, rabia y pena. Algo más tarde recibe la de su padre que le da igual versión que la anterior. Y dice “ella” con dolor, rabia y pena. “Si son iguales ¿cómo no pueden quererse?” piensa A, y lo piensa con dolor, rabia y pena también.
Sale a dar una vuelta, es tarde, la Plaza Mayor está desierta. Acelera el paso hasta llegar a las afueras, allí donde los árboles le susurran “Comienza algo nuevo y mejor”. No les hace caso. ¡Qué sabrán de sus sentimientos! ¡Qué sabrán de la soledad en la que sus padres y él se sumergirán! ¡Qué sabrán de los cambios, y el dolor con ellos, a que están sujetos las familias! ¡Qué sabrán!
De regreso, en la esquina de la casa de sus tíos, quiere volver a soñar y no puede; sus sueños se han esfumado como su familia, como el ruido del llavero de sus padres entrando en casa. Y vuelve a encontrarse solo. Y cuando está a punto de comenzar a llorar, aparece su primo con la noticia: “Besé a M, mañana te toca a ti” A sonríe, tristemente sonríe, y entra en la casa con él. Nadie habla de la conversación telefónica. Lo agradece.
“Mañana, vuelves a Sevilla con tu madre”, dice el tío en la cena, “Habrá que levantarse pronto. Una vez que te deje, deberé comprar algunos corderos” Y nuestro chico piensa en los corderillos viviendo en otra casa, con otra familia que la suya. Solos también.
“La próxima vez que vuelvas, podrás besar a M, no te preocupes; aunque, puede que antes lo hagas con una sin granos de la capital”. Le dice al oído su primo con complicidad, con cariño. A vuelve a sonreír.
Salen al corral, se sientan en el banco de madera que hay cerca de la malla metálica, no hablan. El primo, con las yemas de los dedos, roza los de A; una caricia leve para quitarle el miedo y la pena. A comprende que la vida le ha concedido ciertos privilegios, y tener a ese primo, amigo leal, sólido como una roca, es uno de ellos. “Mira que luna más grande, parece feliz”. A no dice nada, mira a la luna y reposa la cabeza en el hombro de su primo. Una lágrima se desliza por su mejilla. “Sí, parece feliz” contesta.