La tendera, cuyo nombre es Frustrada*, me hizo llevar a su casa cargado por dos vecinos, a quienes ordenó, respaldada con una buen propina, guardar el secreto arguyendo que mi vida peligraba de conocerse mi ubicación.
Las consecuencias de la golpiza fueron terribles, la mayor parte de mi cuerpo quedó muy lastimada y no podía mover con facilidad mis miembros; perdón, uno si, mi ego, que se endurecía con furia cada vez que Frustrada me tocaba. Ella se percataba y se sonrojaba, igual yo me apenaba y miraba para otro lado haciéndome el desentendido.
Pasé varios días oculto en una pequeña habitación ubicada en la parte trasera de la tienda, donde ella acudía de vez en cuando a practicarme las debidas curaciones provocando un incendio en mis emociones. Al cuarto día le manifesté que ya era hora de irme a casa, pero se opuso argumentando que en la pared del frente de mi vivienda aparecieron grafitis condenándome a muerte, que envió a escondidas a un empleado de confianza a borrarlas, pero que no por eso el peligro era menos. Callé y palidecí, eso, sin duda, era obra de Fortachon*, prometió matarme de no alejarme de Frustrada y demostraba estar dispuesto a cumplir. Esta mujer podría costarme la vida; pero aún así no me detendría, no soy hombre de asustar tan fácilmente. Frustrada, al notar mi preocupación, me confesó que conocía a dos tipos sin escrúpulos que trabajaron para su esposo, eran los encargados de los trabajos sucios, pues él, explicó, salió marica pero no pendejo, quien no le pagaba a tiempo, ellos se encargaban de refrescarle la memoria. Que si quería, ella los contrataba para enviar un mensaje a Fortachón; acepté con la condición de que procuraran que pareciera un accidente.
Y algo raro empecé a sentir, amaba a mi esposa con locura y cuando la recordaba no podía evitar sentir dolor por nuestra separación, pero Frustrada despertaba mi instinto animal, deseaba poséela con salvajismo hasta hacerla pedir auxilio, era un asunto de piel; pero, había una barrera, analicé que Frustrada no era una mujer de aventuras, si se entregaba lo hacía en serio.
Al quinto día decidió contarme pormenores de su matrimonio, yo le dije que no tenía que hacerlo y expresó que ansiaba desahogarse, lo único que temía es que le habían revelado que yo tenía por afición escribir, y los escritores no somos personas de fiar pues todo lo contamos, yo le expliqué que no era esa clase de escritores. Sonrió con picardía dando a entender de que no me creía pero aún así me dio el aval para contarlo todo si lo deseaba, pero con una condición, de que no revelara su verdadero nombre ni agregara más de la cuenta con la excusa de hacerlo por el bien de la literatura. Empezó diciéndome que siempre le fue fiel a su esposo, que fue su primer novio y nunca estuvo con un hombre distinto de él, a pesar de que últimamente casi ni la tocaba y eso la decepcionaba. En noches heladas ella buscaba su cuerpo con desespero y él se excusaba diciendo que le dolía la cabeza, que tenía sueño y muchos otros pretextos. Que tal vez debido a ello soñaba frecuentemente que otros hombres la amaban, y empezó a desear en lo más intimo de su ser que eso ocurriera en realidad, y que sólo por el inmenso respeto que sentía por su ex esposo no dio un mal paso, hoy se arrepentía de no haberlo dado pues hubieran finalizado en tablas. Quedé mudo, se veía tan desvalida, tan inocente, que no me contuve y me acerqué a su boca y la besé. Ella correspondió por leves segundos pero luego se desprendió con lentitud dejando ardiendo mi organismo. Aceptó que yo le agradaba y su cuerpo me ansiaba también, pero no podía dejar de lado que yo era un hombre casado y yo debía arreglar antes mi situación sí deseaba estar con ella. Sabía que yo estaba separado, pero también que había reconciliado dos veces anteriormente con mi esposa y nadie quitaba que hubiera una tercera, y no aspiraba a sufrir tan rápido otra decepción amorosa. La comprendí y prometí esperar con paciencia.
A la semana ya me sentía bien y le dije que saldría a visitar a un par de clientes y de paso llamaría a mi esposa para ver en qué quedábamos, si volvíamos o dejábamos las cosas así. Aceptó y sonrió con tristeza, de seguro presentía que mi esposa me perdonaría, pero para que yo recordara lo que me aguardaba, tomó mi mano y la dirigió a su pecho diciéndome: “mira cómo tengo el corazón de húmedo por ti, que hasta traspasa la ropa, arregla tu problema y es todo tuyo”. Me ericé pero continué con el plan. Caminé pensativo e indeciso varias calles, la deseaba pero soñaba a la vez con mi esposa. No sé qué tiempo pasó cuando de pronto emergieron de un callejón Fortachón y sus dos secuaces. Volví en mí y reparé que estábamos en un sector solitario. Esos tipos lucían sus rostros llenos de moretones e hinchados, pero vivían. Los hombres de Frustrada no hicieron bien su trabajo. De sus ojos se desprendían chispas de furia y en sus manos portaban barras de hierro y las agitaban en forma amenazadora para que no me cupiera duda de lo que me esperaba. Temblé y me consideré hombre muerto. Pero entonces recordé a tiempo una vieja enseñanza de mi padre, muy útil para este tipo de situaciones: correr. Así que lo hice a todo lo que dieron mis piernas, sin mirar atrás, sintiendo las respiraciones de mis enemigos en la nuca. Corrí como un demente y sólo me detuve al llegar a una población vecina, a cien kilómetros de distancia de Barranquilla, El Penacho. Llegué donde tía Epi, totalmente extenuado. Ella se preocupó al verme y me obligó a contarle lo que pasaba. Luego me acosté a descansar y al despertar no la encontré y palidecí. Tía Epi siempre fue sobreprotectora conmigo, no cabía dudas que viajó a Barranquilla a jalarle las orejas a Fortachón. Cuando yo era niño ella siempre lo hacía con los chicos mayores que me molestaban, después me obligaba a enfrentarlos con la premisa de que era mejor morir con honra que vivir como un cobarde, ¡Mama mía!
*Nombres usados para proteger sus verdaderas identidades.