Debido a que he realizado alguna corrección en la primera y segunda parte, he decidido subirlo entero para que no se pierda el hilo.
Es un poco largo, lo siento, pero a ver que os parece.
Mi mejor historia
La barra de aquel bar brillaba por la ausencia de clientes. El único que se mantenía fiel a ese pedazo de madera noble —porque eso sí, categoría tenía aquel garito—, en ese día laborable, era un hombre de edad avanzada, que lanzaba una mirada triste a su tercer vaso de Whisky.
En el reloj, digno de un lobo de mar, sonaron las dos de la madrugada. Una bella mujer entró. El barman, solícito, le sirvió el pedido. Ella, al ver que el ocupante de la barra no se había dignado en levantar la cabeza se le acercó.
—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó observando con atención.
Un gesto de indiferencia le dio la conformidad.
—Un hombre de su experiencia no debería estar solo, y menos aquí.
Ernesto apartó la vista de su vaso y la dirigió a la mujer que estaba a su lado.
—Esa experiencia es la que me tiene clavado junto a este vaso.
Ella sonrió con coquetería, levantó su copa e inició un brindis que no fue continuado por Ernesto, es más, retiró su vaso, sacó un billete de su cartera dejándolo en la barra del bar, y se despidió con educación.
Al salir a la calle un coche se abalanzó sobre Ernesto, el golpe lo desplazó unos diez metros. Quedó inmóvil.
Mientras el conductor del vehículo salía tambaleándose por el líquido etílico alojado en sus venas, Ernesto se contemplaba en el suelo, sangrando y con varias personas a su alrededor.
Allí, de pie, algo extrañado por lo que estaba ocurriendo, escuchó una voz femenina conocida.
—Lo siento, habría sido mejor que hubieras aceptado mi brindis.
Ernesto observó como la ambulancia se lo llevaba.
—No, no has muerto. Todavía.
La voz de aquella mujer sonaba distinta, pero seguía siendo seductora.
En la sala de urgencias dominaba el caos. Órdenes por doquier, enfermeras corriendo, puertas que se abrían y cerraban con mucha asiduidad. Voces, prisas. Vida y muerte.
La ambulancia que transportaba a Ernesto llegó a la puerta de urgencias en el momento más álgido. La camilla en la que lo ingresaron quedó aparcada junto a un extintor de CO2. Sobre sus piernas el historial cumplimentado por el médico de la UVI móvil.
—¿Qué ocurre, por qué me abandonan aquí?
—Ya ves, esta noche tienen tanto trabajo que no pueden atenderlos a todos.
—Pero estoy muriéndome.
—Todavía, no. —susurró la mujer que aún vestía traje de fiesta.
Alguien se acercó y miró su historial, sacó una linterna lápiz y le revisó las pupilas. Tanteó su yugular buscando un leve golpe de pulso. Una enfermera acudió a su llamada. Con rapidez fue llevado al primer piso y vuelto a abandonar, pero en esta ocasión junto a una puerta cuyo cartel en su parte superior rezaba: Quirófanos.
Antes de que Ernesto pudiera protestar de nuevo observó cómo salía de quirófanos alguien cubierto con la sábana, Caminaban a su lado un hombre con cara de asombro y desnudo, acompañado por una figura oscura y cubierta por una capucha.
Ernesto, con los ojos muy abiertos, miro a su acompañante, y casi con miedo preguntó:
—Pero…, ¿no eres…?
—No. Es ella. —Contestó señalando a la de la capucha, y luego preguntó— ¿Cuál es esa experiencia que te tenía pegado al alcohol?
En aquel momento un hombre vestido de verde, salido de la puerta de quirófanos, cogió su historial, le echó un vistazo, y como una exaltación lo introdujo en el pasillo camino de un intento de salvación.
Ernesto ante tal escena, y sin mirarla contestó:
—Ahora no. Luego…, luego.
—No tengo prisa. —La mujer sonrió— Ninguna, aquí estaré esperando.
El equipo médico luchaba por salvar la vida de Ernesto. Gasas, pinzas y un sinfín de instrumental pasaba por las manos del cirujano. La figura oscura apareció en el quirófano situándose a la cabecera de la mesa de operaciones. Quieta y en silencio. Su rostro estaba oculto por su capucha. En un momento determinado levantó un brazo, y lo mantuvo en alto mientras el anestesista decía:
—Pulso subiendo. Tensión a veintitrés, trece.
—¿Qué ocurre? —preguntó el cirujano.
—No sé. Ahora se ha vuelto hipotenso. Fallo cardiaco.
Las órdenes fueron rápidas y precisas. El equipo médico se movió con la exactitud de un sólo cirujano. Ernesto se abalanzó sobre aquel brazo en alto. Pero antes de llegar el anestesista anunció la estabilidad del paciente. La oscura figura salió del quirófano seguida de Ernesto. Antes de que pudiera descargar su furia apareció la mujer frenando su impulso.
—No sabes lo que ha ocurrido ahí dentro.
—Lo sé. Créeme. Deja que se vaya, por ahora has vencido.
Ernesto la miró. Era la primera vez que se fijaba en esa mujer. Llevaba un vestido hasta los tobillos, muy ajustado y sin mangas azul claro. Un escote de pico que mostraba la redondez de sus senos. Sus ojos, color verde claro, hacían resaltar las finas facciones de su cara. Nariz pequeña y levemente levantada en su punta le daban un aspecto juvenil y atractivo. El cabello, castaño claro, caía sobre sus hombros. Sus labios, carnosos, dibujaron una sonrisa al verse contemplada.
—¡Vaya! Por fin me prestas atención.
—Tú. ¿Quién eres?
Ella lo miró a los ojos y con serenidad le preguntó:
—¿Quién crees que soy?
—No sé, pero… ¿Me lo dirás, al menos, por qué estás conmigo?
—Te lo diré. Volvamos al lugar de inicio.
—¡No, espera! ¿Qué ocurre ahí dentro?
—Nada. Te han curado las múltiples heridas, y has caído en un sueño profundo.
—¿Coma?
—Sí, y lo estarás hasta que tú y yo terminemos nuestra conversación.
El bar seguía vacío. En la barra un vaso de whisky era girado por la mano de Ernesto. A su lado estaba ella. Solos en aquel garito, ni un cliente, ni el barman. Un gramófono, en un rincón, se puso en marcha. La melodía que salí de aquel aparato le trajo recuerdos a Ernesto. Ella le preguntó, y él comenzó su historia.
«Aunque mi estatus social ha estado justo en el intermedio entre la pobreza y la opulencia, que es como decir en la una clase media, ésta ha estado en la parte más baja de ella. Vi el otro lado de la frontera inferior. Mis estudios fueron encaminados a alejarme de esa parte. Mis amistades, a medida que crecí, estuvieron en este lado de la línea. Mis progenitores desaparecieron, pero yo continué luchando.
»Me casé con una mujer maravillosa que me dio dos hijos. Crecieron y formaron su propio hogar muy lejos. Tanto se alejaron que perdimos el contacto salvo en fechas señaladas. Mis nietos me conocen a través de medios electrónicos.
»Un día, ya jubilado, mi mujer regresó del trabajo con una película que había comprado. Era un musical. Me descubrió una época de mi juventud que, por culpa de intentar huir de la línea, no llegué a conocer. Aquel musical me impactó. Su música, sus imágenes, su fuerza. Mostraba lo y sentí ganas de volver y sentir, de vivir de nuevo, de tener una segunda oportunidad.
»La noche la pasé en vela intentando recordar. No era posible que pudiera haber perdido algo tan importante. Aquello estaría a mí alrededor, en cualquier parte donde mirara, o escuchara. ¿Qué otras cosas me perdí?, y mi cerebro comenzó a trabajar con celeridad. ¿Qué sabía yo de mis padres, y de mis abuelos? ¿De dónde procedo?
»Una angustia se me apoderó al no conseguir respuestas. Busque comenzando por el registro civil, datos que me llevaron a otros lugares, y siempre encontrando, o mejor, sin encontrar lo buscado. Comencé un descenso rápido acompañado por el alcohol. Mi mujer, mi santa mujer, hizo lo imposible llevándome a médicos, reuniones, psicólogos. Cuando parecía que comenzaba a ver la luz, abandonó esta vida. ¡Me la arrebataron unos críos!, la acuchillaron por no llevar la cantidad de dinero que querían conseguir.
»Desde hace seis meses vengo a este lugar y bebo para olvidar que no tengo memoria histórica. Soy un fracasado que…»
—¿De verdad lo eres?
Aquella bella mujer interrumpió la historia, la pregunta le pareció absurda a Ernesto, después de todo lo contado.
—Pero… ¿No has escuchado lo que he dicho?
—Claro que sí. Al oírte he visto a un hombre que tiene el valor suficiente para reconocer que se ha perdido una parte de su vida, y que ni corto ni perezoso se ha puesto manos a la obra, luchando por conseguir lo perdido. Pero también he visto a un hombre que los años lo han hecho débil, que no ha sabido aprender de la fuerza de su mujer…
—¿Acaso estás aquí para hundirme más. Quién eres tú?
—Yo soy el paso previo.
—¿Cómo?
—Cuando alguien…, tú, está en un estado en el que Ella, la de la capucha, no puede acercarse y recoger porque todavía no se ha ido, aparezco yo para dilucidar a qué lado debe inclinarse la balanza llegado el momento que Ella te presente ante el jurado.
—Pero tú apareciste antes en el bar.
—¿Fue así, o cuando saliste ya había ocurrido?
Con la boca abierta Ernesto aún pudo hacer dos preguntas:
—¿Cómo debo llamarte? ¿Eres cómo el abogado del diablo…?
—Lámame como quieras, no tengo un nombre, y sí, algo así. En mí han encomendado averiguar en qué parte de la balanza debe haber más peso.
—Te llamaré Preángel.
Ella no pudo evitar una carcajada. La noche se hizo eterna, el alba no llegaba nunca. Quizá adrede. Quizá no. El caso es que Preángel y Ernesto tuvieron una conversación larga y pausada. Repasaron su vida, la de él claro, con minuciosa claridad. Ernesto intentó sonsacarla sin éxito. Analizaron la niñez, la juventud, y la madurez tramo a tramo. Preángel fue desgranando con sumo cuidado década a década, e incluso minuto a minuto. Ernesto se asombró de las cosas que había vivido sin darse cuenta. La época de su juventud que aquel musical le mostró, influyó en la vida de Ernesto sin que él se percatara.
Cuando Preángel acabó su investigación le otorgó el derecho a una pregunta, y Ernesto no se lo pensó.
—¿Todo esto significa que no superaré el Coma?
Preángel sonrió entre sorprendida y un poco confusa. Otro en su lugar hubiera preguntado sobre el dictamen, o el siguiente paso. Pero ese hombre lo único que le preocupaba era superar la muerte. Vencerla, vivir y olvidarse de todo lo que había ocurrido esa noche.
—No lo sé, eso depende del tribunal. En casos como el tuyo, La Muerte, es la sentencia en caso negativo, y la vida del positivo. El fallo del tribunal será definitivo.
—¿Quién forma el tribunal?
—La Luz y la Oscuridad.
Por entre las rendijas de la puerta, el garito fue inundándose de rayos de Sol. Ernesto al ver la luminosidad miró extrañado a Preángel. ¿Acaso se había celebrado el juicio? ¿Significaba aquello que saldría del Coma? ¿Podría ser…?
—¡Alto!, no más preguntas. Todo lo que se tenía que decir se ha dicho.
Ernesto fue llevado del brazo a una sala cuyas dimensiones era imposible de delimitar. Frente a él el tribunal. La Luz y la Oscuridad, como había dicho Preángel. En un lateral la figura que había visto en el quirófano, pero en esta ocasión llevaba en su mano huesuda una guadaña de enormes dimensiones, a su lado una luz intensa que no dañaba la visión le sonrió con claridad. Comenzó el juicio.
En la sala de enfermeras una alarma comenzó a sonar, la intensidad era tal que ninguna enfermera pudo mantenerse al margen. Salieron todas, las que en ese momento estaban de guardia, como un suspiro en dirección al origen de la alarma.
—Debo protestar por haber ocultado intencionadamente esa delicadeza.
—Yo no he ocultado nada. Simplemente no era importante decirlo en este momento.
La oscuridad mantenía que Preángel había ocultado información con el fin de inclinar la balanza al lado equivocado.
—He estado observando —continuó la oscuridad—, últimamente que se ocultan cosas, para que la luz acumule éxitos. Creo que va siendo hora de cambiar, y propongo que se haga ahora.
—¡Silencio! Si se han cometido irregularidades se aclarará más adelante, pero en este momento no podemos ni debemos interrumpir el proceso. Son las reglas.
La luz había terminado con la discusión pero el detalle que se había ocultado debía salir y así se hizo.
El médico de guardia intentaba salvar la vida de Ernesto que se convulsionaba en su cama. El corazón se aceleraba y se tranquilizaba sin orden ni concierto. La enfermeras estaban pendientes de las órdenes del doctor quien en un momento determinado dudo del procedimiento.
Un golpe de maza sentenció a Ernesto. La guadaña rápida y eficaz le segó la cabeza separándola del cuerpo. Preángel bajó la suya al tiempo que se le escapaba una lágrima.
—No llores por él, hazlo por ti, porque vas a ser relevado.
—No puede pesar tanto que en un determinado momento de su vida abandonara a su perro. Le dolió, visteis la escena.
—Pero lo abandonó, y era consciente de ello, y no lo hizo porque era necesario, sino por su comodidad.
—A pesar de todo ha sido mi mejor historia.
El médico dictaminó la hora de la muerte, se le cubrió con la sábana y su cuerpo quedó abandonado en la sala por el personal sanitario hasta que el equipo funerario se hiciera cargo de él. Cuando las luces del quirófano se apagaron una voz inundó ese espacio: «Pero si sólo era un perro».