Caminaba provocativa hacia mí, contoneando las caderas con suma coquetería.
Yo la esperaba impaciente.
Sus trenzas y sonrisa juvenil amenazaban con hacerme estallar.
Las cuatro paredes de la habitación eran testigos mudos de las ansias casi incontenibles.
Empezó a quitarse lentamente la falda, muy lentamente. Luego la blusa. En pocos segundos su uniforme escolar yacía en el suelo junto al mio de soldado.
Entonces por fin llegó.
Mi lengua calentó el ambiente apoyada posteriormente por mis hábiles índices que resurgieron humedecidos de su núcleo voluptuoso.
Su posterior cabalgada y consiguientes gemidos, mezclados con los míos, fueron el jaque mate de esa intensa noche de pasión.
Luego, en el auge de plena satisfacción, recorrimos mutuamente con las manos una a una, con cariño, las arrugas esparcidas por nuestros cuerpos, aquellas propias de las inclemencias del tiempo.