BUENAS NOTICIAS (El infierno sí existe)
Juan Hernández ya llevaba un buen tiempo limpiando y sacudiendo la pequeña repisa empotrada en la calindra pared. El polvo de muchos años caía al suelo en remolinos grises. La madera mojada le impregnaba los sentidos, dedicados tan solo a su necia labor.
Los antiguos moradores —San Martín, San Antonio, San Juditas Tadeo y hasta la misma Guadalupana— fueron hechos a un lado. En el lugar que por tanto tiempo les perteneció, ahora al centro quedó instalada la misteriosa y enigmática figura de la Niña.
Vestida con suave terciopelo negro, sostenía con una descarnada mano una guadaña, con la otra huesuda mano un empequeñecido mundo. Si, era cierto, y muy cierto, se trataba de un simple esqueleto disfrazado.
¡Pero y no! Se trataba de la Niña. LA SANTA, como se la conocia por los pasillos del mercado Morelos, lugar de adoración.
Vana y engreída, de sus cuencas vacías emanaba un raro fulgor ámbar. Su boca desdentada se carcajeaba de la suerte que poseía: el DON de quitar la vida a quien la estorbara...
Mantenía a raya a los otros pobres santitos que, sin saber qué hacer, la miraban entre recelos y miedos. Ella, la SANTÍSIMA MUERTE.
Ama y señora de la conciencia de esas pobres criaturas supersticiosas y creídas, tan vacías de adentro como de afuera. Juan sonrió sastisfecho, ya nada temía, tenía a su lado a una poderosa aliada.
fin
mario a.
primavera 2005