Para Belén, Fernando y Eduardo. Gracias a todos por vuestra ayuda.
Recuerdo, como si fuera hoy, cuando Sebastián y Nicolás vinieron a la Comandancia. Las palabras les salían apresuradas, estaban nerviosos, excesivamente nerviosos para dos inocentes —pensé—. luego me asusté de lo que había llegado a pensar. “¡Pobres hombres!, demasiado tranquilos están para lo que han descubierto”.
Oía: Teresina, paseo, matorrales… en una mezcla que apenas podía entender. Les ofrecí asiento y procuré que se calmasen. Logré comprender lo que no hubiera querido escuchar.
Fui con ellos y un compañero al lugar que me indicaron. En el trayecto hablaron del paseo a primeras horas de la mañana —el de todos los días de dos jubilados—, describieron el bulto que se recortaba, cómo se acercaron con precaución y el horror que sintieron al ver a la hija de Paco desnuda, con marcas violáceas en el cuello, la cabeza ladeada, los ojos cerrados, la boca entreabierta y sangre seca en los muslos.
Cuando llegamos, apenas la miré. Su ropa: pantalones, sandalias, camisa y prendas íntimas, estaban a corta distancia de ella. No quise ver sus braguitas blancas, bragas de niña aunque tuviera catorce años. ¡Puta vida!
Ordené que llamaran al médico y la taparan. No parecía que hubiera sufrido, mejor así. Dije que le dejaran la cabeza al descubierto, todo parecería más natural. Teresina durmiendo apaciblemente, como si la muerte no fuera con ella.
Mientras llegaban, me dedique a buscar pistas por los alrededores; ¡ya se encargaría el médico de examinarla!, vendría dentro de poco con otras autoridades y, después, el juez levantaría el cadáver.
Vaya “trago” el del médico; era su padrino; más que eso, siempre fue como un padre para ella. Yo se lo hubiera ahorrado. Muerta y bien muerta estaba, saltaba a la vista, ya se encargaría el forense de poner hora y más detalles al crimen. A los padres, les avisaron pero no fueron al lugar. A la madre, le dio una crisis nerviosa que apaciguaron algo las vecinas con sedantes; el padre, no quiso hacerlo. Paco es un buen hombre pero muy bruto, creo que le importó más la violación que el asesinato. ¡Pobre hombre!
Manuel López de Aletena —que así se llama el médico—, es un hombre afable y cordial, cuya vida estuvo marcada por el cuidado de su madre; enferma crónica de múltiples dolencias, entre ellas la de la soledad después de ser abandonada por su esposo. Pero esa es otra historia que no podría añadir nada a la nuestra. Alto, delgado, con una viva mirada y abundante pelo, aparenta quince años menos de los que marca su partida de nacimiento. No solo la Biología hace el milagro, también su forma deportista de vestir y una risa clara y joven ante cualquier tontería.
Cuando ocurrió el crimen, debería rondar los sesenta, ya cerca de la jubilación; aunque conociendo su energía, seguro que lo haría pasando los setenta.
A Manuel le han gustado siempre las mujeres, ¡vaya si le han gustado! Los amoríos fueron incontables y durante muchos años; pero, viendo su preocupación por Teresina en esos dos, todos afirmamos que lo que más le hubiera gustado era ser padre.
Después del suceso, vimos ir al doctor —una y otra vez— a la escena del crimen. Todos le contemplamos llorando, con esa desesperación de su madre y le faltaba al padre. Ese hombre, además de inteligente era sumamente sensible. Nadie lo dudaba.
Aunque siguió pasando consulta, se acabaron sus visitas a los bares, se aísló y anduvo como perro sin amo. Verdaderamente, daba lástima. Se le vió, obsesivamente, mirar la fotografía de la niña a la edad de tres años; cuando le regaló el triciclo rosa y un trajecito del mismo color. En el ambulatorio, mirándola; en el parque, mirándola; en el paseo, en la iglesia, en las calles, mirándola. Siempre mirando una vieja fotografía donde una niña ríe con su triciclo y su trajecito rosa.
Entretanto, los vecinos del pueblo pusieron nombre al asesino: el joven díscolo, el huraño, el deficiente… cualquiera valía. Y el médico ensimismado, y la madre en la cama y el padre escudriñando caras, valorando conversaciones, intentando conseguir pistas del violador. Un hombre de “pocas luces” haciendo de juez y policía en una pequeña localidad donde había un asesino suelto. ¡Válgame Dios!
Una cosa es lo que dicen los gestos y otra la verdad. Un cabo de la guardia civil aprende pocas cosas en su profesión, pero una es ésta. La desesperación de un médico acostumbrado a ayudar a morir a tantas personas me llegaba al alma. Lo acompañé durante días: de su casa al ambulatorio, de allí al lugar del suceso y otra vez vuelta a su casa. En mis primeras visitas, sólo yo hablaba: quién ganó el partido, la nueva tienda que habían abierto o las raciones cada vez más pequeñas del bar en el que, antes, nos reuníamos para jugar a las cartas con el maestro. La verdad apenas tocaba la superficie. Cuando llegábamos a su casa Manuel suspiraba y sonreía mientras atusaba su pelo con una coquetería femenina en una mujer y nerviosa en un hombre, luego me daba la mano. “Un placer conversar contigo”, decía. Yo no sabía por qué esa manía de lamer sus heridas en soledad. Más tarde, comenzaron sus confidencias, que yo compartía, y que continuaban dentro de la casa. La verdad se fue introduciendo en el interior del médico como una fina aguja haciendo salir algo de sangre. Finalmente, recuerdos y recuerdos de los catorce años de Teresina llenaron nuestras conversaciones mientras tomábamos una copa, yo participando de su dolor, y la verdad salió a borbotones y, con ella, la confesión. Manuel no tenía madera de asesino; las putas circunstancias y las pulsiones del hombre, que ni con la vejez se callan, hicieron que lo fuera. Lloró en mi hombro, Manuel; lloró por la violación y el asesinato, lloró por olvidarse, durante los últimos meses conmigo, de la fotografía de la niña con un triciclo rosa y un vestidito del mismo color. Lloró por él y su locura y lloró, finalmente, por un amor no correspondido. Parece que Teresina llevaba insinuándose desde hacía tiempo, parece que lo provocaba insistentemente, parece que no era una niña sino una mala mujer; parece que Manuel se enamoró y ella quiso jugar. Parece que él se cegó. ¡Vaya con la chica de bragas blancas de niña!
A Manuel —don Manuel, el hombre cabal, ese buen hombre— en ese inocente paseo por el campo, ante la imagen de la niña desnuda con el pretexto de bañarse en el río, se le nubló la razón y solo vio los pequeños senos, la cintura, la boca y el sexo de Teresina. La apretó, la besa e intentó introducirse con furia; calmando, así, las ganas de fundirse con ella; como si la penetración pudiera unir a dos almas con cuarenta y cinco años de diferencia en su trayectoria. Ella se resistió y se rió del médico, él continuó; ella se zafó del abrazo, él se calmó. Un juego vino después: Teresina subiendo los brazos y mirándolo con esos ojos que prometían y no daban, él muriendo por estar en ella. Teresina siguió sonriendo cuando los dedos de Manuel llegaron a su cuello. No querían hacer daño, solo acariciar su nuca y su garganta; pero apretaron porque la lucha entre instinto y moral los obligó, como un acto mecánico que liberase la tensión. Manuel hizo realidad su deseo. Teresina cayó al suelo. No podía creerlo, pero no le quedaba más remedio. Estaba muerta.
No describiré más detalles escabrosos, me limitaré a relatar el final: Manuel llorando mientras abrazaba el cuerpo de la niña, cerrando sus ojos, ladeando su cabeza y alejándose como un niño asustado de haber roto su juguete preferido o como un hombre avergonzado de haberlo sido de una niña de catorce años.
Yo me limito a contar la historia del crimen y violación de una adolescente, a usted le corresponde enjuiciar o emocionarse, tomar partido o abstenerse; y lo hago porque, hoy, Manuel se ha suicidado. ¡Perra vida![/justify]
Última edición por milagros el 24 Oct 2011 12:17, editado 19 veces en total
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