Hoy, como todas las mañanas, se abrió la trampilla por la que me hacen llegar la comida. La única comida que me permiten hacer al día. Al coger el plato de lentejas coronadas por un trozo de pan duro, observé que el pequeño agujero no se cerraba, y asomó un lápiz acompañando una libreta.
En el año que llevo encerrado en un mundo de cinco metros cuadrados, nadie me había dirigido la palabra, y mucho menos al darme la comida diaria. Cogí aquel regalo y una voz susurró una palabra, sólo una, pero que me pareció todo un discurso. Una voz humana aparte de la mía sonaba entre aquellas cuatro paredes. La voz más extraña y a la vez más agradable del mundo. De mi mundo.
—Escóndelo.
Dulce susurro, y dulce regalo. Mi mano temblorosa se aferró al material de escritura. Extrañado, asombrado y perplejo titubeé, balbuceé y pregunté.
—¿Por qué?
—No preguntes —continuó el susurro—, y escóndelo.
La trampilla se cerró. Con prisas dejé el plato en la mesa y abrí la libreta. En su primera página había algo escrito: «Imagino que después de tanto tiempo necesitarás hablar con alguien. Habla con esta libreta.» Algo se abrió en mi interior, aquella trampilla sucia y chirriante me había traído una luz.
Aquel día transcurrió a más velocidad que los demás. Mi imaginación comenzó a ejercitarse, primero buscando un sitio donde esconder el regalo. Luego imaginando. Imaginando.
A penas comí. Mis nervios, alterados, se habían adueñado de mi cerebro y no lo hacían trabajar con ecuanimidad, olvidando las primeras necesidades.
En mi mundo existía una cama, una mesa y su correspondiente silla, un lavabo y un retrete. Del cielo, raso y negruzco, colgaba una bombilla que iluminaba mi universo vacío. Aquel día se iluminó, incluso cuando mi sol particular y colgante se apagó.
Tumbado panza arriba, pude ver de nuevo el maravilloso arco iris, nubes de algodón atravesadas por los rayos del astro rey que jugaba al escondite. Aves que revoloteando inundaban mi espacio con sus afinados y rítmicos cantos. Más abajo verde. Extensiones inundadas por hierba fresca que alcanzaba a oler. Al fondo se podían ver las montañas coronadas por un color blanco que relucían al contacto con el sol.
Una voz dulce y femenina acariciaba mis oídos con agradables ritmos de zorcicos. Mis manos con auténtica maestría marcaban el compás de cinco por ocho acompañando al cántico. Mis ojos, desbordados y húmedos, apenas podían distinguir el bello rostro de mi amada que se acercaba más y más a mí.
Todo desapareció repentinamente cuando aquella maldita bombilla, colgada en el centro de mi celda, se iluminó con más fuerza que nunca devolviéndome a la cruda realidad. Cuatro paredes que se abalanzaban sobre mí como una bestia infernal intentando devorarme.
El chasquido de la trampilla al abrirse me hizo temblar, instintivamente mis ojos marcaron el lugar donde, bien guardado, estaba mi tesoro. Silencio. Intranquilidad. De pronto comprendí lo que ocurría, estaban esperando que entregara el plato vacío para devolvérmelo lleno con otra ración de lentejas coronadas por un trozo de pan duro. Rápidamente vacié el contenido en el retrete, y tuve de nuevo en mis manos la comida del día.
Con el cerrado de la única ventana que me mantenía en contacto con el exterior volví a mi soledad. Me alimenté con desgana al tiempo que me reconcomían las ganas de libertad, de una libertad raptada, que en el fondo de un pozo había llegado a ser inalcanzable desde aquel día que, a la salida del trabajo unos encapuchados me forzaron a entrar en un coche para no ver la luz del día nunca más.
Los días pasaron, aquella voz de susurro y la mano que la acompañaba, no volvieron a aparecer. Algo me atenazó el corazón ¿Me estarán observando? Mi mirada recorrió el espacio de mi mundo. Durante días busqué, rebusqué sin hallar nada, y me desesperé.
Colgando por el cuello con el cable que sostiene la única lámpara de la celda, miro el lugar donde, escondido, reposa mi tesoro, mientras se me va la vida pensando que podría haber hecho con aquel lápiz y aquella libreta.