Toda historia tiene un principio y el mío fue en un tiempo brumoso: llovía en las mañanas, hacía calor en las tardes, frío por las noches y de nuevo llovía en las mañanas.
Como casi todos los indefensos bebés, vine envuelto en llanto a este mundo… ¿Acaso existen otros? ¿Hay vida paralela a la nuestra? En fin, ¡sea por Dios! Nací en la ciudad de México en el año de 1967, en un mes de junio, el sexto, y por día el veintiséis. El acta de registro así lo recuerda y confirma para extraños y curiosos. Madre y documento recuerdan que fue un martes; a mediodía, hora inusual, pues por costumbre biológica los bebés nacen entre la noche y madrugada de cualquier día impreciso, raramente en pleno meridiem.
Coincidencia, necedad, o no hubo de otra, pero el destino es parco y me toco México por cuna, que no España, Italia, Argentina... Menos mal que no fueron las tierras de los primos extranjeros, dada su natural injerencia en todo asunto internacional; ¡yo, a disposición de meterme a donde ni me llaman ni, menos, me interesa! Sin duda con eso que ellos tanto promueven yo hubiera sido un funcionario entrometido y pragmático en demasía.
Si no fuera por los antecedentes que la Historia repite con incesante lentitud hasta ahogarnos en más de lo mismo, no en nosotros sino en todos juntos, a la hora del recuento solo seríamos cifras incipientes, sin más mote que “daños colaterales” de un México, o un Mundo, en expansión.
Di mis primeros pasos hacia la consciencia que como individuo debía tener en ese periodo nunca concluido de la primaria, ¡¡antes de este hecho histórico, ni la más remota idea de quién era ni hacia dónde me llevaban!! La escuela primaria; instalada en aquel edificio grandísimo, de dos patios, enormes aulas montadas unas sobre otras y con multitud de baños. Recuerdo la entrada, un fenomenal zaguán rojo que dividía lo que más me impactó: montones y montones de escuincles que, sin duda, al igual que yo, desconocían qué demonios hacíamos o teníamos que hacer ahí.
A mis casi ocho años —crecidito el burrito, ¿verdad?—, entré al primer grado. Sol quemante, árido. La Escuela Federal Benito Juárez, al otro lado de la colonia donde vivíamos, acogió a este y a tantos más. Mi hermana Gaby, al abandonarme a mi suerte, solo me dijo:
—¡Échale ganas!
¿De dónde, pues? Es la fecha que le sigo echando ganas, ya ni sé con qué buena intención. Ya adentro, nos formaron: los chicos, los medianos y los grandes. Quedé entre los grandes. Largo, escuálido, blanco como fantasma de pueblo, de labios rojos inyectados. El güerito, dirían todos.
Fíjense que no entiendo por qué el primer año debe haber maestra y no maestro, por qué tienen que sentarte en lugares mixtos y los pequeños delante, los mayores atrás. Y esto es perpetuo en todas partes. ¿Del nombre de la profesora? Ni me acuerdo. ¿De sus facciones? Un poco mayor que yo, y muy linda.
Disléxico e introvertido, pasaba mis horas atento a descubrir ese submundo que se abría a mis ojos acostumbrados a las pequeñas imágenes cotidianas del hogar, cerrado y modesto. Perdón si no me detengo mucho en este primer año de vida en la escuela pero es tan poco lo que retuvo mi memoria que son más las sensaciones que las imágenes perdurables, para el que indaga las causas de la intolerancia de mis apetencias.
Al año siguiente me llevaron a otra escuela más cercana. Según temores de mi hermana y mi madre, la ancha avenida Pantitlan que yo cruzaba día a día para llegar a la escuela era en extremo peligrosa. Lo que no confesaban una y otra era el verdadero motivo del cambio: el sentimiento de pertenencia, pues la nueva escuela era de la colonia y la otra, una extraña entidad que no sería buena para la formación de la familia. La escuela primaria estatal Niños Héroes de Chapultepec fue mi casa por varios años; la otra, solo un breve puente en la carrera del fauno en que me convertía.
Segundo grado; la maestra Isela, mujer dominante, exigente y de molde antiguo, acostumbraba pegarnos en la palma, con un largo borrador, por cualquier tontería infantil. Además de castigos tan lerdos como estar parados y mirando a la pared, los brazos en alto, o extendidos sujetando sendos libros en cada mano… Cositas así que maquinaba en su porfía por hacernos niños héroes.
De esta forma el proceso de maduración se activo en mi ser, abrí los ojos, las orejas, las narices y las manos —para tocar, lo más que pudiera— este mundo, que no era mío, pero que por obligación tenía que ser mío.
¿Que si hubo 2 de octubre? ¿Que si hubo Vietnam? ¿Que si hubo Beatles? ¿Que si hubo olimpiadas? ¿Que si hubo Cuba y Che Guevara? ¿Que un tal García Márquez escribió una novela en cien años de soledad? ¿Y que Aura despertaba en fuentes? Cuando eres ajeno a tu infancia, las noticias son las mismas siempre. Pertenecía a la generación que no existió, a no ser por esas levedades de las que alguien tiene que tomar nota. Así, extraviados y sin nombre, vagábamos sin saber a qué puerto llegar, por la simple razón que no teníamos puertos a donde arribar.
Mi padre, un hombre que nunca supo qué era la responsabilidad; mi madre, que rápido confundió las responsabilidades con las obligaciones, pues nosotros, sus hijos, éramos su responsabilidad, por la que renunció a la obligación de ser feliz, pese a quien le pese. Porque feliz, lo que se dice feliz, nunca lo fue. Se fabricó algo parecido a la felicidad. Comprender esto en esos días y ahora es triste, porque cuando alguien nace debe ser un acontecimiento de infinita felicidad, al menos en el corto plazo que tardas para tener conciencia de que no fuiste un embarazo planeado, solo un mal día.
Y no es lamento, ni reproche. Después de todo, mi generación se condenó por ese mínimo detalle, se convirtió en la generación invisible, que no dejó rastro ni evidencia de su existencia, lo he comprobado, pues de muchos que nacimos en ese año, nadie sobrevoló las alturas de lo imperecedero, de lo transcendental.
Hago estas regresiones, a esta hora, como simples visitaciones anteriores de lo que fui. Lo cual tampoco importa. Llana necesidad de arrojar más datos sobre los que especuló mi madre, esa bendita mujer, que dio a entender, a todo aquel que buscaba referencias del niño que nació en un día del 67, lo respondido simplemente y sin apuro:
—Es un niño chillón y cagón.
Mario a. 23 junio 2011