Yo fui un niño malvado, malvado en todo el sentido de la palabra. No pienso negarlo como lo hacen algunos adultos para impresionar a sus hijos; no diré que fui el rey de la obediencia, el mejor estudiante, el más limpio; nada de eso, yo si era un grosero y mentiroso de verdad. Con ocho años todavía me orinaba en la cama, no dormido como el común de los infantes, lo hacía despierto. Es que mis padres no me podían negar nada porque de inmediato yo lo utilizaba como forma de protesta. Y por ser el hijo menor y el consentido, ellos me perdonaban todo.
Yo fui tarde al colegio pues armaba tal berrinche que mis padres preferían dejarme en casa. Solo al cumplir siete años mis viejos lograron imponerse y entré a una escuela, pero mi primer día de clases fue todo un desastre: tres niñas mechoneadas, dos niños mordidos, dos profesores pellizcados y el director de la escuela orinado; lo que causó mi inmediata expulsión. Mis padres no daban su brazo a torcer y me colocaron pronto en otra escuela y ahí si fue diferente: las mechoneadas tres profesoras, el mordido el director, y los orinados mis compañeritos; y nuevamente me echaron. En el tercer plantel a mi madre no le quedó otro remedio que sentarse a mi lado durante las primeras clases para evitar problemas y la pobre regresaba a casa con los brazos rojos de tantos pellizcos. Entonces me llevaron a un psicólogo porque los vecinos y algunos profesores les metieron la falsa idea que yo no era un niño normal. El doctor me hizo muchas preguntas y todas las respondí como un verdadero angelito, quedó tan impresionado que tranquilizó a mis padres diciéndoles que no había nada que temer y que solo debían dejarme de consentir y notarían el cambio. Y es que desde los primeros años de mi vida yo era un maestro engañando. A partir de allí mis padres, siguiendo las recomendaciones profesionales, se empezaron a comportar rudos conmigo, me negaban las cosas y yo en represalia me orinaba la cama, me castigaban fuerte y entonces me orinaba la de ellos. No me dejaban prender la tele y me la orinaba. La batalla fue recia, aunque varias veces los descubrí llorando a escondidas, frente a mí fingían y por primera vez llegué a presentir una derrota, así que usé un plan B, uno infalible: dejé de comer. No había forma de obligarme a hacerlo, ni castigos, ni prebendas, ni encierros; los pobres solo lo resistieron veinticuatro horas. Al día siguiente me llevaron presurosos nuevamente al psicólogo y volví a engañarlo con una cara tan dulce que entonces les inició tratamiento a mis padres y a mí me regaló dinero; por cierto, me le traje a escondidas su péndulo hipnotizador luego de utilizarlo contra él asegurándome de que nunca me volviera a molestar.
Recuerdo de que con diez años aún formaba mis tremendos berrinches. Tiraba las cosas hasta partirlas, me arañaba la cara, hacía tirones mi ropa, metía la cabeza en el inodoro haciendo caca a lo contrario; mis pataletas eran de horas y no había forma de controlarme, bueno, miento, una excelente remuneración me tranquilizaba a medias.
Mi familia era adinerada, siempre estuvieron metidos en la política, mi padre fue gobernador en tres oportunidades de nuestro Estado. En ocasiones realizaba reuniones con personas importantes en nuestra casa y la mayoría las saboteé por capricho causando su consiguiente vergüenza, muchos de los asistentes se marchaban sin algunas de sus pertenencias y nunca se enterarían como las perdieron; me volví tan pertinente que al aproximarse una reunión mi padre prefería enviarme lejos, donde tia Epi que vive en otra ciudad. A los doce años, según sus cuentas, me graduaría de primaria pero el director de mi escuela lo llamó un mes antes rogándole que lo ayudara a recuperar el portátil que me le traje el primer día que asistí a clases, y que yo nunca volví por allá. La mañana que mi papá se enteró llegó furioso a casa e intentó pegarme pero lo amenacé con irme si me tocaba y se arrepintió. Es que a pesar de lo mentiroso, travieso y malvado, me adoraban.
Malcrían Malof, de veinticinco años, y el mayor estafador que ha tenido el mundo, murió de un repentino ataque al corazón dentro de su celda, en Bogotá, Colombia. Sobre su cuerpo fue hallado un papel con esta historia y su mano derecha empuñando un lápiz. Días antes informó a las directivas que le dolía mucho el brazo izquierdo y sentía ahogos, pero no le creyeron porque ya había escapado de la prisión desde la enfermería en tres ocasiones anteriores simulando enfermedades. Algunos lo habían escuchado que escribía un libro. De todas maneras fue una sorpresa conocer este relato pues se creía que creció en un orfanatorio.
Atte: Sala de prensa de la cárcel La Picota.
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