Margarita había nacido en un pueblecito de apiñadas casas de adobe. Niños, perros y gallinas corrían por sus calles a cualquier hora del día, salvo cuando lo hacía el agua en terribles trombas que las dejaban desiertas y obligaban a subirse al terrado a quienes las habitaban. Comían poco, trabajaban mucho y soportaban estoicamente los caprichos de la madre Naturaleza que hacía temblar la tierra o anegarla, según su humor, llevándose todo lo que encontraba a su paso.
Nada importante si se la sabía tratar ignorando su furia. Los habitantes, hasta que esto desaparecía, rezaban en un rincón un rosario a la Virgen y ponían una vela a Quetzalcoatl porque nadie les había dicho, en quinientos años, que las religiones no pueden mezclarse. La información se quedaba fuera del pueblo por no existir en él televisiones y las radios, más festivas, emitían música a todas horas. Lo que les convenía, decía el Gobierno, lo que les gustaba.
Como el resto de los vecinos, Margarita no echaba en falta otras cosas que desconocía que existieran hasta que llegó la industrialización a la zona y se alzaron las fábricas. Supieron entonces de la existencia de otros productos: de electrodomésticos que facilitaban el quehacer diario, de vestidos tan bonitos que enamoraban a los hombres y de otros trabajos que el campo y las gallinas.
Que les llamaran operarios fue el determinante para introducirse en un nuevo mundo de maquinaria y producción. El salario obtenido en un mes era diez veces más del que ellos conseguían en un año con la venta de las cosechas; eso terminó de convencerlos.
Siguieron felices en la nueva vida hasta que el dinero ganado no les llegó a fin de mes, al ser gastado en la compra diaria en el economato, que abrieron los directivos de las fábricas, y en pagar las cuotas de los objetos que se apresuraron a almacenar.
Para enmendar tanta penuria, llegaron los voluntarios de una ONG norteamericana que les cambiaron el nombre de operarios por el de explotados y les enseñaron, con fotografías y discursos, lo bien que vivían, los coches que tenían y el dinero que administraban las gentes que había formado cooperativas a veinte kilómetros de ellos. Se asociaron los vecinos siguiendo sus consejos y volvieron a tejer, como hacía cincuenta años, chales multicolores, tapices llenos de pájaros y adornar cinturones de cuero con florecitas bordadas en hilo de lana.
Los dueños de las fábricas se enfadaron mucho y llamaron al Gobierno Central, antiguo conocido, para que pusiera límites a esos "metomentodo". Una vez que el pueblo se hubo asociado y tuvo conciencia de clase, los voluntarios se marcharon —sin necesidad de órdenes gubernamentales— a otro pueblo donde poner en marcha nuevos proyectos laborales y nuevas conciencias políticas.
Y ellos se quedaron solos, sin saber cómo vender su artesanía a unos turistas que no pasarían por su pueblo, ni de dónde podrían conseguir médicos para el hospital que habían construido; solos y desorientados entre tantas ideas y cambios de vida.
Los directivos de las fábricas volvieron a ofrecerles trabajo; esta vez, con la mitad del salario y dos horas más de horario laboral. Aceptaron, aunque con la mirada fija, ahora que conocían su existencia, en Estados Unidos, el país del que les habían hablado los voluntarios.
Margarita fue convencida del viaje por la apostura de un novio que tenía, no por sus argumentos. El joven había decidido irse al paraíso y a ella se le iría la vida sin él.
A pesar de su aparente fortaleza, el novio demostró su debilidad en el trayecto. No soportó beber los orines una vez terminada el agua, ni el sudor empapando su cuerpo por el día ni el frío haciendo rechinar sus dientes por la noche. Murió en el camino y fue enterrado en la arena sin el adorno de una minúscula flor. Margarita lo vio dentro de un túmulo de arena que el viento llevaba hacia ella en un último adiós.
De las veinte personas que viajaron juntas, solo tres sobrevivieron y, por una broma que quiso hacer el destino, fueron las tres más débiles, esas que hicieron llorar a las vecinas en lo que creían sería su despedida definitiva.
Algo se quebró en la cabeza de Margarita por la travesía o por la pérdida del novio. Comenzó a ver ánimas que, al acompañarla, la aterrorizaban. Los dos compañeros de viaje, con un instinto natural de supervivencia, se perdieron por el campo dejándola sola.
Vagó sin rumbo, comiendo lo que la Naturaleza le ofrecía, buscando manantiales donde beber y durmiendo al raso en un verano en el que la temperatura se mostró benévola.
Continuó su viaje cruzando pueblos pequeños, ciudades enormes y preciosos campos. A veces a pie, a veces de paquete en una motocicleta, cuyo conductor había tenido a bien llevarla unos cuantos kilómetros, o transportada en la cabina de un camión algunos más.
Para ella era una sorpresa cada parte del camino. Las casas blancas con un pequeño jardín, las iglesias con sus altas y picudas torres, las viñas en la lejanía y el cielo claro le parecieron el comienzo de un sueño.
En el trayecto, trabajó eventualmente; durmió, cuando el frío arreciaba, en albergues de vagabundos; fue violada siete veces y apaleada cinco, pero supo esconderse de la policía y acostumbrarse a las ánimas que ahora la acompañaban más como amigas que como tétricas apariciones.
Sin un nombre obsesivamente metido en su cerebro se hubiera quedado en cualquiera de los paisajes que anduvo: a los pies de una montaña, oliendo a hierba mientras pájaros y mariposas volaban sin miedo a ras de suelo; o en el pueblecito, cercano al primer motel de carretera por el que pasó, cuyas calles eran un ir y venir de gente hablando su idioma, donde se olía a cerdo con miel y no a gasolina; o en la primera gran ciudad que cruzó, llena de hombres y mujeres parados en los semáforos esperando que pitaran, como en paradas militares sin sentido, para cruzar la calle; donde los ruidos de claxon ponían prisa en las ruedas y urgencia en los pies. En cualquiera de ellos podría haberse quedado si no hubiera sabido que su destino era Nueva York, el nombre que acompañaba las enseñanzas de los voluntarios un año antes. La ciudad donde todo puede ser posible.
Tardó más de seis meses en llegar a la ciudad soñada. En ella, conoció en un parque a una pareja de intelectuales que, al oir su historia, decidieron ayudarla contratándola como criada. Una vez que la penosa vida de Margarita fue narrada a sus amigos, la pareja decidió —dado el éxito del relato y la expectación por conocer a tan obstinada superviviente— organizar fiestas y cenas para presentarla en sociedad; en su sociedad.
A las pocas semanas, las ánimas —acostumbradas al cielo abierto y a grandes horizontes— comenzaron a incomodarse e hicieron chillar a Margarita en plena noche. La pareja decidió llevarla a un psiquiatra, lo que a sus amigos les pareció un gesto generoso, digno de ellos. El doctor le recetó un ansiolítico, y Margarita pensó que quizá la ayudase a que las ánimas dejaran de molestarla. Pero no fue así. El medicamento, quizá por la falta de costumbre, hizo perder la paciencia a las apariciones, que se asomaron cada vez con mayor frecuencia y agresividad; hasta el día que salieron en tropel, sin la compostura necesaria, en una cena con diez invitados hablando de arte, política y emigración. No pudieron hacer otra cosa que echarla a la calle con cien dólares, su bolsa de viaje y la mirada del portero diciéndoles: “¡Ya lo sabía!”.
Margarita deambuló durante dos días por las calles. De barrios ricos a marginales, de avenidas iluminadas a callejuelas oscuras; de vidrio, cemento y limpieza a suciedad, ratas y escombros. Al caer la noche del segundo día, se sentó en un banco, dejó su cabeza en el respaldo, con la cara levantada para que la acariciara una luna americana, gorda y satisfecha, cerró los ojos y sin saber dónde encontrar un empleo, un autobús que la llevase nuevamente a México o una ilusión, quiso morir y no lo consiguió. Aún se la puede ver deambular por Central Park con las ánimas en su bolso.